La especie gregaria

Hay una paradoja básica de la especie humana: somos seres gregarios pero, al mismo tiempo, ese espíritu de grupo o instinto social no excluye una actitud más o menos beligerante con grupos diferentes. Podemos ser cooperativos con los nuestros, pero somos competitivos, indiferentes o agresivos con los demás. La paradoja se produce cuando ponemos en el mismo plano esa abstracción llamada Humanidad con la realidad concreta de una especie fragmentada en pueblos, tribus o naciones que intentan avasallarse mutuamente y que, en consecuencia, viven una historia caracterizada por la guerra y la opresión.

La distinción entre “Nosotros” y “Ellos” es seguramente una de las operaciones fundamentales de los grupos primitivos. Esa distinción habrá evolucionado probablemente a partir de una mucho más básica entre Nosotros y cualquier forma de vida animal no familiar, por tanto, potencialmente peligrosa. Y los animales que intuimos como más peligrosos son los que, aun pareciéndose a nosotros, difieren en aspectos significativos, como el habla o el color. ¿Por qué reconocer como “semejantes” a esos seres? ¿Qué sentido tendría obviar las diferencias y dar por sentado que esos extraños son esencialmente iguales a nosotros? Aunque la operación mental fuera posible en estadios primitivos, sería quizás arriesgado basarse en ella para proceder pacíficamente y sin tomar precauciones.

En el concepto de progreso nunca se ha tomado en cuenta el atraso que supone la persistencia de esta desconfianza primitiva. Progresa la capacidad de controlar y explotar la naturaleza, más allá de lo que necesitamos, pero seguimos siendo desconfiados y violentos como en la Edad de Piedra, negándole -de manera implícita o explicita- derechos y dignidad (humanidad, en suma) a cualquiera que esté fuera de nuestro ámbito de relaciones normalizadas. 

Actitud muy ingenua y peligrosa para una especie que vive en contacto cada vez más estrecho en un mundo cada vez más pequeño.




 

Desacuerdos profundos

El ideal lógico abstrae dimensiones importantes del discurso. Una de ellas es la función de la identidad: buena parte de nuestros ejercicios de comunicación no son una búsqueda desinteresada de la verdad (en la que cada una de las partes pone en juego lo mejor de sus recursos racionales y de sus facultades expresivas) sino una reafirmación personal. Y esta reafirmación no es puramente individual sino, ante todo, social. Los individuos suelen adquirir su valores en su formación como miembros de un grupo, por lo que la forma más habitual de reafirmación se apoya en la pertenencia, no en la estricta individualidad (aquí se entiende bien la protesta de Nietzsche contra cualquier moral "de rebaño").

No es solo que aprendamos los lenguajes dialogando y luego lo usemos para nuestros propósitos individuales. Esto describiría la situación en nuestra cultura hasta cierto punto. Se espera de nosotros que desarrollemos nuestras propias opiniones, puntos de vista, posiciones, hasta cierto punto mediante la reflexión solitaria. Pero no es así como funcionan las cosas respecto a ciertos temas importantes, tales como la definición de nuestra identidad. Ésta siempre la definimos en diálogo con, a veces en lucha contra, las identidades que nuestros otros significativos [significant others] quieren reconocer en nosotros. Y aun cuando hayamos ido más allá [outgrow] de algunos de ellos –nuestros padres, por ejemplo– y aunque desaparezcan de nuestras vidas, la conversación con ellos continúa a lo largo de nuestra existencia (Taylor, The ethics of authenticity, 2003, pág. 33).

 ¿Qué clase de comunicación se establece entre individuos que pertenecen a grupos diferentes? Si prima una ética de la reafirmación, es probable que los interlocutores no intenten avanzar por un proceso de argumentación que iría en el sentido de relativizar las posiciones de origen (en la medida en que para que la comunicación funcionara tendría que buscarse un acuerdo que, a su vez, necesitaría una base común, más universal y, por lo tanto, potencialmente crítica).

Tenemos una clase muy diferente de desacuerdo cuando este surge de un choque entre principios subyacentes. Bajo estas circunstancias, puede ser que las partes que discuten no estén sesgadas, no tengan prejuicios, sean consistentes, coherentes, precisas y rigurosas, y aun así estén en desacuerdo. Y en desacuerdo profundo, no sólo marginal. Ahora, cuando yo hablo de principios subyacentes pienso en lo que otros (Putnam) han llamado proposiciones estructurales [framework propositions] o lo que Wittgenstein tendía a llamar 'reglas'. Tenemos un desacuerdo profundo cuando la discusión se genera por un choque entre proposiciones estructurales (Fogelin, "The Logic of Deep Disagreements", Informal Logic, 1985, pág. 5).

 Sin embargo, debemos reconocer que siempre es un gran avance que un debate nos lleve a aclarar nuestras “proposiciones estructurales”, aunque no lleguemos a ponernos de acuerdo con nuestro interlocutor. Desgraciadamente, es mucho más frecuente que el desacuerdo en las discusiones se manifieste en el nivel de las proposiciones superficiales y lleve casi inmediatamente a la ruptura de la comunicación, no solo porque el desacuerdo puede revelar cierta filiación ideológica (y, por tanto, “no se puede hablar con esta gente”), sino porque en realidad los interlocutores nunca han ido más allá de la adhesión irreflexiva a consignas de carácter más bien retórico.

 


Tomarse en serio la complejidad: el caso de la controversia sobre el aborto

Aquí no pretendo exponer mi posición sobre este tema, sino solamente utilizarlo como ejemplo de un “problema complejo” que solo puede afrontarse de manera analítica, desconfiando de posiciones dogmáticas y soluciones simples.   

Si algo caracteriza la controversia en torno al aborto es su complejidad. Para ser más exactos, los elementos que entran en juego en la controversia (conceptos, valores, circunstancias típicas, etc.) forman un entramado complejo. La controversia en sí misma, lamentablemente, tiende a simplificarse en posturas antagónicas en las que hay más vehemencia que análisis; muchos partidarios o detractores del aborto intencional se comportan como si su posición fuera obviamente correcta y las demás fueran absurdas -con la consiguiente descalificación sobre las personas que las sostienen. Lo primero que se debe reconocer es que no todos los problemas tienen una solución única y perfecta y que en asuntos humanos nos vemos constantemente obligados a invertir mucha reflexión para elegir, con suerte, lo menos malo.

Todas nuestras decisiones, deberían seguir un proceso racional, esto es, al decidir deberíamos buscar cierta información, valorarla, proponernos algunas alternativas, intentar predecir consecuencias de cada una de ellas y, finalmente, elegir y actuar.

Cuando hay una sola respuesta correcta, el proceso es lineal, pero con mucha frecuencia elegir supone sopesar opciones que entrañan ventajas y desventajas, y siempre cabe la posibilidad de que nuestra información sea incorrecta o insuficiente, de manera que, a posteriori, podemos encontrarnos en esa molesta situación en la que comprobamos que la mejor opción era otra.

La decisión se complica aún más cuando no se limita a asuntos prácticos, sino que implica consideraciones éticas, es decir, valores. Aquí, a la incertidumbre que nos genera la imposibilidad de tener toda la información relevante se agrega un factor de discordancia: no todos los valores se comparten con todo el mundo con el mismo grado de adhesión o con la misma prioridad en relación con otros valores.

Otro elemento que se añade al cuadro de complejidad es el hecho de que la decisión puede afectar a más de una persona y puede hacerlo de diferentes maneras sobre cada individuo. A veces se sabe que el resultado será igualmente costoso o beneficioso para todos los que forman el colectivo, pero en ocasiones está claro que hay uno o más que cargarán con la mayor parte del peso de las consecuencias (lo cual no quiere decir que los menos afectados no tengan derecho a intervenir en la decisión).

En este esquema tendríamos entonces tres aspectos a tomar en cuenta: 1) el aspecto “epistemológico”, relativo a la selección de información y previsión de consecuencias (aquí las posiciones son neutrales porque los criterios de decisión son más o menos universales, al estar basados en fuentes de conocimiento general, como la ciencia); 2) el aspecto ético, relativo a la diversidad o a la diversa priorización de los valores que puedan estar implicados en la decisión y; 3) el aspecto práctico-dialéctico, que vincula la posición de cada uno de los que participan en la deliberación con las consecuencias prácticas de la decisión (por decirlo así, el derecho de opinar de cada uno en función del impacto que la decisión tenga sobre él). No es difícil ver que cuando se trata del aborto, el “espacio” de la decisión presenta una gran complicación.

Dejando de lado los hechos sobre los que uno debería informarse (desde la biología del embrión hasta los temas sociales o legales), vemos que los valores relacionados con el aborto exigen aclaración. Que la vida humana es un valor supremo es algo que pocas personas de este lado de la cárcel negarían, pero afirmar este valor abre de entrada dos discusiones: 1) el significado de “humano” referido al embrión cuyo desarrollo se pretende suspender, 2) la tensión entre ese valor y otros que también están en juego, en particular el derecho especial de la madre a decidir sobre algo que la afecta de manera trascendental (o, puesto de otro modo, el derecho de la madre a que otros no decidan por ella). Esto solo de entrada, pero también tratamos de valores cuando debatimos sobre los MOTIVOS para el aborto: riesgo mortal para la madre, embarazo producto de violación, malformaciones del feto, consecuencias económicas/sociales, etc. No todos los motivos tienen el mismo peso: salvar la vida de la madre puede generar acuerdo, pero pocos aprobarán un aborto por razones estéticas. Y la discusión sobre el tipo de alteraciones del feto admisibles como justificación podría llegar a ser altamente intrincada (alteraciones físicas o mentales, diagnosticadas o probables, etc.)

Para terminar, hay que pensar en quiénes resultan afectados y cómo participan de la decisión. Debe considerarse, por una parte, al “niño en potencia”, que es el objeto directo de dicha decisión y que da lugar a una controversia especial sobre su estatus jurídico (en algunas legislaciones existe el “feticidio”, distinto del infanticidio); a la madre, que tiene la mayor responsabilidad sobre la decisión; al padre; a la familia más inmediata (padres de ella especialmente) y, finalmente, al Estado, que debe proteger los derechos e intereses de todos y, por tanto, debe fijar el marco general para proceder en estos casos (basándose en los resultados de un examen cuidadoso de todo lo anterior y, seguramente, más).

La racionalidad exige evitar caer en dos extremos: la complicación de lo simple y la simplificación lo complejo. Lo primero da lugar a una pérdida de tiempo, pero lo segundo es más grave: genera polémicas exasperadas que desgastan las relaciones interpersonales y, en último término, conduce a decisiones equivocadas.






Homo philosophicus

Quiero defender la idea de que los seres humanos, por detrás de nuestras otras formas de lidiar con la realidad, somos esencialmente filósof...