Es seguro que la mayor parte de los miembros de ese colectivo llamado
“opinión pública” tienen opiniones no muy elaboradas, aunque adhieran a
ellas con convicción total. Una opinión, en su fase más primitiva,
puede no pasar de ser una simple proposición en la que se toma partido
ante un dilema: se está a favor o en contra de algo, pena de muerte,
aborto, toros, un proyecto de ley o una figura pública. En relación con
el sujeto que emite una opinión particular (entendida como una
proposición simple) pueden destacarse entonces dos aspectos: la calidad
de su argumentación y el grado de su adhesión a dicha opinión. Por
calidad de argumentación me refiero a la disposición o capacidad que
tiene el sujeto para ofrecer razones aceptables (es decir, verdaderas,
relevantes y suficientes) en favor de lo que opina. Por adhesión, me
refiero a algo que intuitivamente parece bastante claro pero que en
realidad es más complicado, de momento digamos que la adhesión se
verifica de dos maneras: en la disposición que tiene el sujeto para
actuar de acuerdo con esa opinión, o en su mayor o menor resistencia a
cambiarla. (1)
Es
interesante notar que no hay una proporción directa entre calidad de
argumentación y grado de convicción, no sólo porque evidentemente el
mundo está lleno de palurdos dispuestos a matar por ideas que no
entienden, sino también porque un alto grado de “argumentatividad” a
veces debilita la adhesión, pues la exploración concienzuda del tema
puede revelar que las cosas son menos claras de lo que parecían. El
proceso tiene un aspecto hegeliano: en una primera fase, ingenua, hay
claridad y convicción; en una segunda fase, crítica, surgen la confusión
y la duda; finalmente, se alcanzaría una nueva claridad en la que lo
que parecía simple se ha representado en su complejidad (esta tercera
fase podrá, eventualmente, ser sometida a crítica y dar lugar a un nuevo
proceso). (2)
Parece obvio que la argumentación es
necesaria en todos los niveles de la comunicación. Sin embargo existen
fuerzas psicológicas y políticas que operan en contra de la buena
argumentación y de la argumentación en general. Hay convicciones que no
se quiere poner en duda, por ejemplo si uno ha basado toda una vida en
ellas. Hay temas de los que no se habla, por vergüenza o por temor. Hay
gente a la que se odia tanto que no se quiere compartir con ellas ni
siquiera las verdades. También existe el mecanismo psicológico de
defensa conocido como “racionalización”, consistente más o menos en dar
buenas razones para conductas o sentimientos que en el fondo se
consideran negativos. Algunas sectas religiosas, por su parte, tiene un
arsenal de recursos anti-argumentativos: dogmas indiscutibles, temas
tabú, explicaciones doctrinarias, lenguaje o temática incomprensible,
ataques ad hominem para quien plantea dudas o pide demasiadas
explicaciones, etc.
La política tiene su propia
historia en materia de crear obstáculos al pensamiento libre. Dos
capítulos principales de esa historia se relacionan con el fascismo y el
comunismo. El fascismo rechaza la democracia por titubeante: todo debe
discutirse antes de tomar una decisión y nunca quedan todos conformes,
por no hablar de los contubernios que permiten a unos pocos tomar
decisiones contra el interés general. La solución se encuentra, según
los fascistas, en un líder que decide con un consejo de leales y
trasmite la decisión al cuerpo organizado de la nación (organizado por
el sindicato, por el partido o por el ejército, esto último más típico
de países tercermundistas). El comunismo, en cambio, se apoya en una
verdad “científica”, esto es, en el marxismo filtrado e interpretado
convenientemente por personas autorizadas (cualquier pensamiento
alternativo es considerado ideología). La ideología es a los grupos
sociales lo que el mecanismo de racionalización es al individuo; las
ideas políticas del no comunista son su manera de disfrazar y
disfrazarse sus intereses de clase haciéndolos pasar por intereses
generales. En consecuencia, el comunista rechaza la democracia por
“burguesa”. La verdadera democracia es la de un solo partido.
Sólo
como hipótesis: la convicción y la argumentación son valores sociales
antitéticos. Los grupos particulares prefieren la convicción, que ayuda a
cerrar filas; la argumentación parte de la duda y por lo tanto se abre
al contraste con otras opiniones, lo que puede ser enriquecedor, pero
destruye las premisas que fundaban la posición particular . Las
doctrinas de los grupos particulares crecen en extensión por transmisión
"memética" de sus dogmas, mientras que la argumentación crece en
comprensión, en la medida que es capaz de asimilar continuamente nuevos
puntos de vista.
(1) El tema es complejo porque aunque
el criterio más seguro parece ser el de tomar en cuenta las acciones
observables la adhesión o convicción es ante todo una disposición
subjetiva que se manifiesta también en lo que se declara y en el modo en
que se declara. El problema está en que con mucha frecuencia los
individuos, a la hora de actuar, pueden no tener el mismo ánimo que
demuestran al manifestar sus opiniones (“del dicho al hecho…”) Sin
embargo, cabe diferenciar la convicción intelectual del valor para
actuar: que alguien no se atreva a hacer lo que cree no quiere decir que
haya dejado de creerlo.
(2) El “sólo sé que no sé nada” de
Sócrates o la duda metódica de Descartes expresan esta desconfianza de
las convicciones simples y la necesidad de la crítica
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