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Wittgenstein II

La filosofía occidental evoluciona desde una fase dogmática, en la que los filósofos hablan acerca de todo asunto imaginable, desde la materia que constituye el mundo hasta la naturaleza de Dios, a una fase escéptica en la que se pone en el centro de la discusión la reflexión acerca del sujeto del conocimiento. Esta reflexión es el núcleo de la filosofía moderna, que comienza con Descartes, pasa por Locke, Berkeley y Hume, y termina en Kant. Estos autores piensan que antes de seguir hablando de metafísica, teología o ética hay que aclarar qué es el conocimiento y, en consecuencia, cuáles son sus límites, es decir, qué cosas podemos y qué cosas no podemos conocer.

De manera análoga a esta reflexión propedéutica o preliminar (“antes de seguir discutiendo, aclaremos”) surge en el siglo XX una nueva “puesta en orden” cuya forma sería: “antes de seguir discutiendo, aclaremos qué es lo que podemos decir con sentido”. No se trata de una continuación histórica de la problemática anterior pero en cierto modo hay una continuación lógica: si nos preguntamos por el sujeto que genera conocimiento, parece relevante preguntarnos por el lenguaje en que se expresa y con el cual se comunica este conocimiento. A fin de cuentas, como el mismo Kant admitía, el discurso acerca del sujeto también es una metafísica. La investigación sobre el lenguaje tiene además la ventaja de ocuparse de la parte empírica, exterior, del conocimiento, y no de estructuras internas como la mente, la razón o la facultad de juzgar, que parecen afectar a competencias distintas, como la metafísica, la lógica, la psicología o, más recientemente, la biología. Es aquí, en esta nueva consideración sobre el lenguaje, donde Wittgenstein tiene un papel fundamental.

Cuando Wittgenstein entra en la filosofía, Russell y Frege están tratando de resolver el problema de la fundamentación lógica de las matemáticas. Se trata de que las matemáticas, la ciencia cuyo discurso parece más sólido y concluyente en la expresión de sus verdades y que ha sido modelo de conocimiento para los filósofos desde Platón, no tiene unas reglas sintácticas claras. Un lenguaje riguroso necesita reglas, tanto para la formación de sus expresiones correctas como para la producción discursiva (en el caso de las matemáticas o la lógica, para la deducción de sus teoremas). Para poner un ejemplo, pensemos en nuestros ejercicios de álgebra; escribimos una serie de ecuaciones sucesivas en las que hemos aplicado reglas que nos permiten transformar unas en otras, pasando de las más complejas a las más simples, sin embargo, no expresamos la aplicación de las reglas, y  veces abreviamos ciertos pasos para facilitar la escritura. Lo que Frege y Russell piensan es que cualquier lenguaje, incluido el matemático, necesita aclarar sus reglas, y estas reglas son, esencialmente, lógicas.

La intuición que guía el Tractatus (y será la intuición del positivismo lógico) es la de que la esencia del lenguaje es de tipo lógico. Usamos el lenguaje de manera incorrecta y abusiva, inconscientes de su estructura. Uno de los usos más abusivos lo hace la filosofía, planteando problemas absurdos o presentando proposiciones sin sentido. Las proposiciones con sentido son de tres tipos: las tautologías, que son formalmente verdaderas  (siempre verdaderas, como “llueve o no llueve”); las contradicciones, que son formalmente falsas (siempre falsas, como “llueve y no llueve”); y las que se refieren al mundo, esto es, las que representan hechos (posiblemente verdaderas, posiblemente falsas). Si la representación es correcta, la proposición es verdadera; si no, es falsa. La filosofía tradicional consiste, en cambio, de pseudoproposiciones, esto es, oraciones del lenguaje gramaticalmente correctas pero deficientes en el nivel lógico, ya sea porque incorporan términos no definidos, mal definidos o indefinibles, o porque alteran el uso del término. Un buen ejemplo, aunque no es de Wittgenstein, está en el uso de la palabra “Dios” al que se hace referencia en otra entrada de este blog: si no sabemos a qué nos referimos cuando usamos esa palabra, no hay forma de determinar la verdad o falsedad de las frases en las que aparezca. En cuanto a la alteración del tipo lógico de las palabras, positivistas lógicos como Carnap muestran como el uso del verbo “ser” en función de sustantivo, tan típico de la metafísica, o el uso delirante de “nada” por parte de Heidegger (“la nada nadea”, según versión castellana) permiten construir todo un discurso estrictamente sin sentido toda vez que es imposible asignar un valor de verdad a lo que parecen ser sus proposiciones (cuidado: “Dios existe” y “Dios no existe” son dos sin sentidos; no tiene caso tomar partido por ninguno). Una vez que esto se aclara, queda un lenguaje reducido a proposiciones que representan el mundo más un conjunto de reglas lógicas, y este es precisamente el lenguaje de la ciencia. Este reduccionismo entusiasma a los positivistas lógicos, pero no a Wittgenstein.

El “segundo Wittgenstein”, descubre dos cosas: que el significado en el lenguaje natural depende de su uso y que estos usos son múltiples. Resulta muy coherente que el espíritu rotundo y conciso de su primera filosofía se manifieste en un libro como el Tractatus (su única publicación en vida), mientras que este nuevo reconocimiento de la complejidad del lenguaje se exprese de manera fragmentaria en apuntes de clase y en notas dictadas a algunos discípulos. Es inevitable, de entrada, la diferencia de estilo: mientras que en el Tractatus encontramos sentencias de tono casi religioso (“el mundo es todo lo que es el caso”, “la figura lógica de los hechos es el pensamiento”, “el pensamiento es la proposición con sentido”), que junto con las proposiciones subordinadas pretenden decir todo lo que hay que decir sobre el tema, en las Investigaciones Filosóficas, por ejemplo, se plasma el propio proceso de reflexión, la ocurrencia de las hipótesis y los ejemplos y el desarrollo de las posibles explicaciones. Y no por razones pedagógicas, como cuando tenemos las ideas claras y buscamos medios para ilustrar y facilitar la comprensión, sino porque esa es la propia reflexión. Wittgenstein se hace preguntas y analiza situaciones modelo: ¿qué hace el tendero cuando se le piden cinco manzanas rojas? ¿cómo entiende ese pedido? ¿qué clase de lenguaje es el que usan un albañil y su ayudante intercambiando materiales y herramientas? ¿Es una parte del lenguaje general o es un lenguaje particular? En el Tractatus, Wittgenstein quería deshacerse de los problemas; aquí, los busca.
El segundo Wittgenstein ha descubierto, básicamente, que en relación con el lenguaje la actividad es anterior a las reglas (a la luz de lo cual tenemos la impresión de que el Tractatus es un libro de reglas, un breviario para el ejercicio legítimo del lenguaje). El niño no aprende hablar después de una explicación de las reglas del lenguaje, sino entrando directamente en contextos de uso. Es, como él mismo dice, un “adiestramiento” (como sucede en el aprendizaje adulto de idiomas, donde la explicación gramatical es accesoria respecto a la práctica continua de oír y hablar). Y no nos adiestramos en el uso de “el lenguaje” en general, sino de los usos lingüísticos propios de cada situación: inventar una historia, adivinar acertijos, hacer un chiste, suplicar, agradecer, maldecir, saludar, rezar, etc., según sus ejemplos. Estos son los que da en llamar los “juegos del lenguaje” y que constituyen una de las propuestas más características de su filosofía.

Los dos “Wittgenstein” no son dos posturas antitéticas emanadas del mismo individuo. Son, más bien, dos estaciones en la evolución de su filosofía del lenguaje, en las que se pueden ver claramente los dos momentos típicos de todo pensamiento: el momento dogmático e ingenuo, en que todo parece claro y articulado, y el momento crítico en el que cada certeza es atacada con preguntas y cada tesis es transformada en problema.



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