El programa filosófico del
positivismo lógico es, sin duda, radical. Según él, las condiciones del discurso con
sentido son muy claras: definición de los conceptos y corrección lógico-sintáctica de las
proposiciones. Un concepto se define por un conjunto de rasgos que permiten
decidir en qué casos singulares se aplica y en qué casos no. A su vez, una
proposición sólo tendrá sentido si respeta unas pautas lógicas (por ejemplo, la
correspondencia entre tipos de sujetos y tipos de predicados: una persona puede
ser honesta y un número puede ser impar, pero predicar honestidad de un número
o decir que una persona es par no tiene sentido) y si es verificable, esto es,
si hay modo de determinar su verdad o falsedad. Toda proposición con sentido
remite en última instancia a proposiciones que se refieren directamente a
propiedades observables. Si decimos que París es la capital de Francia, debemos
tener claro el concepto de “capital”, debemos constatar que los objetos “París”
y “Francia” corresponden a tipos lógicos que pueden ser relacionados de ese
modo y, en última instancia, debe haber la posibilidad de derivar esta
proposición de proposiciones observacionales, por ejemplo, acerca de ciertos
documentos en los que se declara esa relación de capitalidad.
El discurso de la ciencia procede
precisamente de ese modo. Y no existiría, siempre según el positivismo lógico, ninguna otra forma lícita de hablar
acerca del mundo. La filosofía, por tanto, no puede pretender decir algo acerca
de la realidad. Es un error pensar que la ciencia y la filosofía se ocupan de
dos planos distintos de la realidad; la ciencia de lo físico e inmediato y la
filosofía de una dimensión más general -que
es lo que sugeriría con la noción de ‘meta-física’. ‘Positivismo’ significa
precisamente eso: atenerse a los hechos inmediatos. Más allá de los hechos
inmediatos sólo puede haber una construcción lógica, una teoría que puede
referirse a observaciones, pero no un discurso alternativo exento de esa
obligación. Porque, después de todo ¿de qué nos sirven afirmaciones cuya verdad
o falsedad no podemos comprobar? El único papel posible para la filosofía es
entonces la crítica lógica, la revisión de las condiciones en que se construye
el discurso con sentido.
Aunque esta perspectiva sería
superada como demasiado simplista y primitiva, no sólo por la filosofía del
lenguaje sino también por la filosofía de la ciencia, contribuiría a formar un
nuevo espíritu según el cual filosofar consiste en analizar las condiciones
discursivas y lógicas de ciertos problemas. Como resultado de ello la filosofía
se ha acercado de manera útil a otras disciplinas: tenemos una ‘filosofía de la
mente’ o una ‘bioética’ que se comunican estrechamente con la biología, o una
filosofía política que trabaja en contacto con las ciencias sociales. Gracias a
ello el panorama de archipiélago que caracteriza a la filosofía desde
los presocráticos, y que convierte la obra de cada autor individual en un universo único, se ha transformado, al menos en ciertas áreas, en un diálogo
abierto cuya finalidad es la elaboración de un discurso común.
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La idea básica en la que se funda la crítica lógica del
lenguaje es que para controlar la calidad de las comunicaciones verbales que
empleamos para describir el mundo (aquellas que calificamos como verdaderas o
falsas) necesitamos atenernos a varios tipos de reglas: 1) reglas gramaticales,
que estipulan cómo organizar los símbolos verbales (palabras) para producir
fórmulas válidas (oraciones del castellano, en nuestro caso); 2) reglas
epistémicas, que señalan el modo de comprobar directamente que una oración es
una proposición verdadera (describe adecuadamente un estado del mundo); 3)
reglas lógicas, que determinan a- el modo de organizar los componentes lógicos
de la proposición y, b- el modo de de inferir unas proposiciones de otras (pues
no todas las proposiciones basan su verdad en reglas epistémicas).
Para la mayoría de las lenguas, las reglas gramaticales han sido estudiadas desde antiguo, y no suele haber demasiados problemas para reconocer las oraciones legítimas de cada idioma. Una mala construcción gramatical es fácil de reconocer incluso por usuarios del lenguaje que no conocen reflexivamente las reglas, y puede hacer que aquello que se ha dicho o escrito mal sea completamente ininteligible. En cuanto a las reglas epistémicas -relativas al conocimiento en general-, estas han sido objeto de discusión filosófica al menos desde Platón y han tendido a ser absorbidas modernamente por reglas epistemológicas -relativas al conocimiento científico-, pero su status sigue siendo filosófico: aún tenemos distintas teorías de la verdad. Las reglas lógicas, por su parte, son las que, a partir de Frege, se entienden como problema esencial del lenguaje -y, por tanto, problema previo de toda discusión filosófica.
La relevancia de la perspectiva lógica se ve mejor cuando se entiende la relación del concepto de teoría con cualquier discurso. Una teoría consiste en una serie de términos que sirven para construir proposiciones básicas y en una serie de reglas que sirven para derivar nuevas proposiciones a partir de las anteriores. Las proposiciones básicas suelen llamarse axiomas, y las derivadas, teoremas. Los problemas científicos se plantean como teoremas que deben ser demostrados, es decir, como proposiciones que se suponen consistentes con la teoría y, por tanto, deberían estar conectadas con los axiomas por una cadena de inferencias. A veces, la imposibilidad de conectar la proposición problemática con la teoría de referencia lleva a proponer una nueva teoría.
La esencia de la actitud filosófica es tratar los problemas como si necesitaran una teoría. Nuestra vida como usuarios del lenguaje y del conocimiento se mueve en el plano de lo teoremático, esto es, nos conducimos con toda clase de supuestos cuya raíz lógica no hemos aclarado. Nuestras opiniones políticas, morales o religiosas no siempre son principios y rara vez somos capaces de “explicarlas” como inferidas a partir de principios. Las sostenemos por costumbre, porque las hemos heredado, porque nos procuran más amigos que otras opiniones, etc. Se adaptan bien a nuestras necesidades psicológicas y prácticas, en el sentido de que no generan demasiado conflicto, y por tanto no reflexionamos sobre ellas. Empezamos a hacer filosofía cuando intentamos reconstruir la trama lógica que permitiría presentar nuestra opinión ingenua como parte de un discurso articulado.
Para la mayoría de las lenguas, las reglas gramaticales han sido estudiadas desde antiguo, y no suele haber demasiados problemas para reconocer las oraciones legítimas de cada idioma. Una mala construcción gramatical es fácil de reconocer incluso por usuarios del lenguaje que no conocen reflexivamente las reglas, y puede hacer que aquello que se ha dicho o escrito mal sea completamente ininteligible. En cuanto a las reglas epistémicas -relativas al conocimiento en general-, estas han sido objeto de discusión filosófica al menos desde Platón y han tendido a ser absorbidas modernamente por reglas epistemológicas -relativas al conocimiento científico-, pero su status sigue siendo filosófico: aún tenemos distintas teorías de la verdad. Las reglas lógicas, por su parte, son las que, a partir de Frege, se entienden como problema esencial del lenguaje -y, por tanto, problema previo de toda discusión filosófica.
La relevancia de la perspectiva lógica se ve mejor cuando se entiende la relación del concepto de teoría con cualquier discurso. Una teoría consiste en una serie de términos que sirven para construir proposiciones básicas y en una serie de reglas que sirven para derivar nuevas proposiciones a partir de las anteriores. Las proposiciones básicas suelen llamarse axiomas, y las derivadas, teoremas. Los problemas científicos se plantean como teoremas que deben ser demostrados, es decir, como proposiciones que se suponen consistentes con la teoría y, por tanto, deberían estar conectadas con los axiomas por una cadena de inferencias. A veces, la imposibilidad de conectar la proposición problemática con la teoría de referencia lleva a proponer una nueva teoría.
La esencia de la actitud filosófica es tratar los problemas como si necesitaran una teoría. Nuestra vida como usuarios del lenguaje y del conocimiento se mueve en el plano de lo teoremático, esto es, nos conducimos con toda clase de supuestos cuya raíz lógica no hemos aclarado. Nuestras opiniones políticas, morales o religiosas no siempre son principios y rara vez somos capaces de “explicarlas” como inferidas a partir de principios. Las sostenemos por costumbre, porque las hemos heredado, porque nos procuran más amigos que otras opiniones, etc. Se adaptan bien a nuestras necesidades psicológicas y prácticas, en el sentido de que no generan demasiado conflicto, y por tanto no reflexionamos sobre ellas. Empezamos a hacer filosofía cuando intentamos reconstruir la trama lógica que permitiría presentar nuestra opinión ingenua como parte de un discurso articulado.