El ideal lógico abstrae
dimensiones importantes del discurso. Una de ellas es la función de la
identidad: buena parte de nuestros ejercicios de comunicación no son una
búsqueda desinteresada de la verdad (en la que cada una de las partes pone en
juego lo mejor de sus recursos racionales y de sus facultades expresivas) sino
una reafirmación personal. Y esta reafirmación no es puramente individual sino,
ante todo, social. Los individuos suelen adquirir su valores en su formación
como miembros de un grupo, por lo que la forma más habitual de reafirmación se
apoya en la pertenencia, no en la estricta individualidad (aquí se entiende
bien la protesta de Nietzsche contra cualquier moral "de rebaño").
No es solo que aprendamos los lenguajes dialogando y luego lo usemos para nuestros propósitos individuales. Esto describiría la situación en nuestra cultura hasta cierto punto. Se espera de nosotros que desarrollemos nuestras propias opiniones, puntos de vista, posiciones, hasta cierto punto mediante la reflexión solitaria. Pero no es así como funcionan las cosas respecto a ciertos temas importantes, tales como la definición de nuestra identidad. Ésta siempre la definimos en diálogo con, a veces en lucha contra, las identidades que nuestros otros significativos [significant others] quieren reconocer en nosotros. Y aun cuando hayamos ido más allá [outgrow] de algunos de ellos –nuestros padres, por ejemplo– y aunque desaparezcan de nuestras vidas, la conversación con ellos continúa a lo largo de nuestra existencia (Taylor, The ethics of authenticity, 2003, pág. 33).
¿Qué clase de comunicación se establece entre
individuos que pertenecen a grupos diferentes? Si prima una ética de la
reafirmación, es probable que los interlocutores no intenten avanzar por un
proceso de argumentación que iría en el sentido de relativizar las posiciones
de origen (en la medida en que para que la comunicación funcionara tendría que
buscarse un acuerdo que, a su vez, necesitaría una base común, más universal y,
por lo tanto, potencialmente crítica).
Tenemos una clase muy diferente de desacuerdo cuando este surge de un choque entre principios subyacentes. Bajo estas circunstancias, puede ser que las partes que discuten no estén sesgadas, no tengan prejuicios, sean consistentes, coherentes, precisas y rigurosas, y aun así estén en desacuerdo. Y en desacuerdo profundo, no sólo marginal. Ahora, cuando yo hablo de principios subyacentes pienso en lo que otros (Putnam) han llamado proposiciones estructurales [framework propositions] o lo que Wittgenstein tendía a llamar 'reglas'. Tenemos un desacuerdo profundo cuando la discusión se genera por un choque entre proposiciones estructurales (Fogelin, "The Logic of Deep Disagreements", Informal Logic, 1985, pág. 5).
Sin embargo, debemos reconocer que siempre es
un gran avance que un debate nos lleve a aclarar nuestras “proposiciones
estructurales”, aunque no lleguemos a ponernos de acuerdo con nuestro
interlocutor. Desgraciadamente, es mucho más frecuente que el desacuerdo en las
discusiones se manifieste en el nivel de las proposiciones superficiales y
lleve casi inmediatamente a la ruptura de la comunicación, no solo porque el
desacuerdo puede revelar cierta filiación ideológica (y, por tanto, “no se
puede hablar con esta gente”), sino porque en realidad los interlocutores nunca
han ido más allá de la adhesión irreflexiva a consignas de carácter más bien
retórico.