Supongamos que alguien tiene un amigo al que considera “su mejor amigo”. La relación es normal y se mantiene activa, con barbacoas regulares, salidas en familia y partidos de tenis. Nunca le ha hecho falta hacer distinciones conceptuales entre esa relación y la que tiene con otros amigos, ni ha tenido que reflexionar, por ejemplo, sobre las diferencias que hay entre amistad y parentesco desde el punto de vista afectivo y ético. Pero si un buen día el amigo le falla, porque no hace lo que se espera de un amigo, puede ser que se produzcan reflexiones que podríamos ver de algún modo como girando en torno a una “teoría de la amistad”. Si la reflexión es seria, pueden entrar en juego nociones como “deber”, “interés”, “justicia”, “afecto”, junto con algunos axiomas o premisas morales más o menos arbitrarios que las conjuguen. Este individuo habrá empezado a filosofar.
Filosofar es tomarse en serio las
palabras. Cuando los diccionarios intentan ofrecer el significado de un término
lo que hacen es recoger las connotaciones típicas en el uso que se hace de
ellos, es decir, las notas, rasgos o características que permiten identificar la
categoría de los objetos a los que alude la palabra. Cuando oímos o leemos, por
ejemplo, un sustantivo que conocemos, lo asociamos a las notas correspondientes
y tal vez lo ilustramos con una imagen de nuestra memoria. Leemos “mesa” y
pensamos en una tabla cuadrada con cuatro patas, o pensamos en la mesa de nuestro
comedor. Cuando buscamos en el diccionario el significado de una palabra que no
conocemos, a la inversa, construimos el objeto con la descripción que se nos da
(o bien identificamos la palabra con un objeto que conocíamos sin saber su
nombre).
Ahora bien, si la palabra es parte
del vocabulario de algún campo de estudio formal, entonces tendremos
normalmente una definición, en sentido estricto, es decir, una lista de
características invariable que no puede asociarse a ninguna otra clase de
objetos. Tomando el ejemplo de Carnap, diríamos que la definición de artrópodo como
“animal con cuerpo segmentado, extremidades articuladas y cubierta de quitina”
quiere decir que un objeto es un artrópodo si y solo si tiene esas
características: si faltara alguna, recibiría otro nombre; si tuviera otro
nombre, sería otra cosa. Esto sirve, precisamente, para evitar “equívocos”, o
sea, para no cometer el error de aplicar la misma voz a distintas cosas. No es
necesario advertir que “equivocarse” en ciertas disciplinas, como el derecho o
la medicina, puede tener consecuencias catastróficas. El otro inconveniente sería
usar distintas palabras para referirnos a lo mismo (usar sinónimos); no sería
tan grave como lo anterior, pero sería una proliferación inútil y poco práctica
del léxico.
El lenguaje riguroso de las
disciplinas formales nos sirve de contraste para evaluar el lenguaje cotidiano.
A diferencia del anterior, el lenguaje cotidiano es impreciso y fluctuante. ¿Es
esto algo malo? En principio, no. La vida real requiere flexibilidad y
adaptabilidad expresivas, y no sería práctico intentar definiciones exactas de
cada palabra antes de empezar a hablar o actuar. Si el enamorado se decide a
dar el paso y dice “te quiero” a su amada, habrá apelado a una palabra estándar
para este tipo de situaciones sin intención de aludir a una connotación cerrada
y perfectamente “decodificable”. De hecho, ha elegido una de las palabras menos
unívocas del idioma (en otros idiomas, por cierto, hay que aclarar CÓMO se
quiere, a riesgo de resultar atrevido u ofensivo: en italiano “ti voglio bene”
es muy distinto a “ti voglio”). En la vida diaria los significados no dependen
solo del lenguaje verbal, sino que se apoyan en el contexto de experiencia
interpersonal que nos ahorra tener que hablar demasiado o dar explicaciones.
Sin embargo, es obvio que no
todos los contextos son iguales ni todos los temas pueden tratarse con la misma
economía verbal. El lenguaje cotidiano es suficiente cuando se limita a cumplir
una función práctica en una situación estable. Wittgenstein tenía el ejemplo
del albañil diciéndole al ayudante: “ladrillo”; en un caso así no hace falta
más, incluso bastaría un gesto. Pero si la situación se complica, la
comunicación tiene que volver al lenguaje explícito, y con frecuencia las
complicaciones van a exigir un nivel de articulación y precisión bastante
alejado de los sobreentendidos que nos orientan en la comunicación del día a
día. La filosofía no es tanto una especialidad intelectual a cargo de unos
pocos profesionales, sino una facultad que todos los seres humanos ejercemos
cada vez que tenemos que aclarar esa construcción lingüística compartida que es
nuestro mundo.