¿Qué son “convicciones”? Tenemos convicciones: decimos algo
con convicción. Hay un matiz de empecinamiento, un énfasis, que sugiere que
estamos empeñados en sostener esa convicción y poco dispuestos a escuchar a
quienes la ataquen o pongan en duda. Enseguida notamos una cierta discrepancia
entre este sustantivo y el verbo del cual procede, “convencer”, que alude a un
acto de comunicación en el que alguien consigue que otro acepte una determinada
creencia o proyecto y resulte, de este modo, “convencido”. La discrepancia está
en el grado de adhesión que se da a entender; “X está convencido de que su
mujer lo engaña” nos hace pensar en que X no atenderá razones en contrario,
mientras que “Convencí a Y de que no se operara” conlleva la idea de que Y, de
hecho, no quería operarse y hubo que hacer un esfuerzo para que cambiara de
parecer. Por tanto, el que tiene convicciones no ha llegado a ellas
necesariamente porque alguien lo convenciera, y el que ha sido convencido de
algo no necesariamente ha adquirido una convicción sólida.
Esta breve reflexión pone de manifiesto la necesidad de tres
distinciones necesarias para un observador crítico que pretenda comprender lo
que ocurre en cualquier debate. Debemos examinar por separado: 1) los hechos,
2) la representación verbal que se hace de los hechos y, 3) la actitud que
alguien puede tener respecto a esa representación verbal. Por ejemplo: una cosa
es la inteligencia del presidente del gobierno de España; otra distinta es
caracterizar ese hecho con la proposición “El presidente del gobierno de España
es muy inteligente”; y una tercera es que alguien esté más o menos convencido
de que esa proposición es verdad. El “hecho” es esa parte de la realidad sobre
la que decimos cosas (por diversas razones: porque tratamos de entenderla,
porque queremos informar a otros, etc.); esas cosas que decimos son fórmulas
verbales (proposiciones) que pueden ser verdaderas o no (aunque también podrían ser
sinsentidos o pseudo-proposiciones); y nuestro modo de valorar esas
proposiciones es lo que nos caracteriza como más o menos racionales, según
tengamos tendencia a dogmatizarlas (esto es, a adoptarlas como verdades incuestionables) o, por el contrario, a considerarlas como más o menos
probables de acuerdo a la cantidad y calidad de las razones que
tengamos para ello.
Mientras que en lo relativo a las ciencias la subjetividad
queda completamente sometida al método científico (que establece los criterios
de calidad de las pruebas y las formas del debate), en otros terrenos, como la
moral, la política, la religión, etc., es bastante frecuente la adhesión total a una
creencia sin tomar en cuenta las pruebas que pueda haber en su contra. Lo común a los
dogmáticos, fanáticos o fundamentalistas (tipos que varían según sus
características y contexto) es su rechazo tanto a las objeciones a su doctrina como
a la participación en el propio debate. Por su parte, el individuo racional entiende que precisamente las
objeciones que se nos presentan en un debate (o que podemos encontrar nosotros mismos por reflexión) son lo único que nos puede llevar a alcanzar cierto
grado de certeza respecto a lo que creemos.
El individuo racional aspira a tener creencias probables, algo
que ocurre cuando consigue reunir suficientes razones de calidad (es decir, que
a su vez sean altamente probables) en apoyo de lo que sostiene. Pero estas razones no lo llevan a una “convicción” obtusa y cerrada:
lo "convencen" mientras no aparezcan, por la vía del debate o por su
propia investigación, nuevas informaciones que puedan obligarlo a corregir, o
incluso a desechar, lo que antes sostenía.