La cantidad y variedad de opiniones extravagantes que han
proliferado a propósito de la pandemia nos lleva a preguntarnos qué clase de
proceso mental está detrás de ellas. Uno puede conformarse con el dictamen
pesimista de que la gente es idiota, pero esto tampoco ayuda mucho y, en
general, no es verdad.
No se trata de lo que la gente es, sino de lo que hace. O de
lo que no hace. Normalmente, cuando decimos idioteces es porque no hemos
pensado antes de hablar. Y pensar bien requiere una elaboración más o menos
cuidadosa de información e ideas que, desde luego, exige más tiempo que la pura
reacción emocional ante las cosas.
Esa elaboración toma siempre forma de diálogo, incluso en la reflexión individual. “Pensar” se relaciona con el latín “pendere”, colgar los pesos en una balanza, idea que sirve de metáfora para la operación intelectual de comparar puntos de vista en torno a un tema. Y la dialéctica es, efectivamente, la contraposición de posibilidades relativas a un asunto: hacemos dialogar las opciones.
Pero entre personas la dialéctica funciona si la interacción es racional y
los interlocutores (supongamos dos) han pensado el problema y atienden a las
intervenciones del otro tratando de encontrar una posición común. Por lo tanto,
es tan importante la capacidad de razonar como la voluntad de entenderse.
No parece que quienes defienden las ocurrencias a las que me
refería antes se hayan tomado el trabajo de pensar o analizar nada y, desde
luego, tampoco parecen interesados en ningún diálogo o proceso de discernimiento
colectivo, por lo que no ofrecen argumentos y no escuchan objeciones; les basta
con manifestarse de la manera más ruidosa posible.
Tenemos derecho a no interesarnos por ciertos asuntos y a no
informarnos sobre ellos, pero, en ese caso, debemos tener la sensatez de suspender
el juicio, o de presentarlo con la advertencia de que nuestro modesto parecer
es desinformado, elemental y provisorio.