Comunicación, mensajes y diálogo

Hay una «teoría de la comunicación» que, inspirada en una analogía telefónica, se elabora en torno al acto de «transmitir un mensaje». Esa teoría ha sido posteriormente discutida o superada por otras, pero sigue siendo una referencia en muchos ámbitos, algo que justifica mencionar algunos de sus problemas.

Según dicha concepción, un emisor formula lo que quiere decir en términos de un código, que presupone que un receptor ya conoce, y lo presenta a través de un canal más o menos apto para ese propósito. La calidad del proceso puede verse afectada por lo que genéricamente se llama «ruido», factor que -siempre siguiendo la metáfora original- se entiende como una suerte de interferencia o distorsión.

El mensaje, idealmente, pretende decir algo acerca de su asunto, de su tema, es decir, se refiere esencialmente a la «cosa» y no al contexto de a comunicación. Se da por sentado que el emisor está en posesión del mensaje, lo domina de manera clara y completa y no pretende más que transferirlo sin equívocos, inexactitudes o lagunas. La comunicación habrá sido exitosa si el receptor se hace con ese contenido de manera exacta, lo incorpora a su acervo informativo y es capaz de reproducirlo en los mismos términos (es, decir, el proceso no cae en la situación del «teléfono roto»).

Este punto de vista ignora varias circunstancias:

1.    Con frecuencia el emisor, a sabiendas o no, entrega como mensaje algo que está «sin terminar», ya sea porque lo sostiene conscientemente como una opinión debatible o porque, en el fondo, toda proposición es debatible (sobre todo en ciertos espacios de deliberación y comunicación, como la política, la publicidad o el periodismo).

2.    A menudo el emisor tiene intenciones que no están expresadas en el propio mensaje: persuadir, manipular, lucirse ante el receptor, lucirse ante terceros, etc.

3.    El mensaje puede estar generado por motivos ajenos que el emisor desconoce; puede ser funcional a una ideología o puede ser manifestación de procesos inconscientes.

4.    El receptor (o receptores) recibe o «lee» muchas cosas del emisor, aparte del mensaje; algunas manifiestas (actitud, presencia, lenguaje, vínculos conocidos con otras personas, etc.); otras, más o menos presumibles o, directamente, imaginarias, desde los propósitos ocultos hasta la procedencia ideológica y los impulsos inconscientes mencionados.

En consecuencia, analizar la comunicación a partir de este esquema simple, induce a error o, por lo menos, a una simplificación excesiva que debilita la posibilidad de dar sentido al propio mensaje. Y esto ocurre porque todo lo que decimos, aunque esté bien argumentado, nunca es la última palabra, sino un ensayo.

Ello no quiere decir que debamos olvidarnos de la lógica, o de la estructura de los elementos código-canal, prescindiendo de la disposición analítica en favor de una actitud comprensiva y holística que disolviera todo en una interpretación arbitraria. De lo que se trata es de poner el análisis en el marco dialéctico que da sentido al propio acto de comunicación: presentamos un mensaje a un receptor en un espacio que nos incluye a ambos. Y en ese espacio común compartimos, además del código, las razones existenciales para comunicarnos, la necesidad de decirnos cosas, de informarnos, de escucharnos y de corregirnos o refutarnos.

De allí el error de entender la comunicación siempre de un modo unidireccional, como dirigida a un auditorio pasivo del que sólo se esperan señales de asentimiento (algo que ocurre cuando se transmiten instrucciones, por ejemplo). Si de verdad compartimos algo con quienes nos escuchan, necesitamos eso que desde la propia teoría que estamos comentando se entiende como feed-back (otra noción mecánica) y que tradicionalmente conocemos como diálogo.

 


Homo philosophicus

Quiero defender la idea de que los seres humanos, por detrás de nuestras otras formas de lidiar con la realidad, somos esencialmente filósof...