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El instinto gregario y la discordia

Una de las paradojas del ser humano reside en la oposición entre su naturaleza social, que lo acerca a sus semejantes y lo induce a vivir en grupo, y la permanente inestabilidad en sus diferentes formas de asociación. Desde las familias hasta las organizaciones nacionales o internacionales, la discordia, con mayor o menor frecuencia, con mayor o menor gravedad, parece un defecto esencial de la especie. Dada la constancia de esta conflictividad a través de la historia, hay quienes han intentado explicarla señalando una supuesta agresividad esencial que nos impulsa trágicamente a malograr nuestros proyectos colectivos: el hombre es malo, desconfiado, egoísta, persigue la acumulación de poder instrumentalizando a sus semejantes, etc., y recaerá siempre en este lado oscuro de su ser sin importar los ideales que se plantee como compensación.

Esta explicación, además de pesimista, pasa por alto la otra cara de la moneda, es decir, no solo la mencionada naturaleza gregaria que nos acerca unos a otros, sino también el altruismo, la generosidad, la compasión y la voluntad y capacidad de comprendernos mutuamente; toda una serie de rasgos que igualmente se han manifestado una y otra vez a través de la historia. De hecho, durante siglos la humanidad ha ido reconociendo valores y principios que apuntan en el sentido de la convivencia, la cooperación, la paz y la solidaridad, y es notable el hecho de que, al menos desde el punto de vista de las ideas, este progreso hacia el consenso ha sido constante, y que las doctrinas que esporádicamente han surgido en oposición a esa tendencia (p. e., formas sistemáticas de racismo o nacionalismo) han resultado tarde o temprano excluidas o controladas.

Por lo tanto, la impresión que nos deja la historia no es la de un campo de batalla en el que sólo se despliega la “maldad esencial”, sino la de un aprendizaje arduo e incompleto que sigue persiguiendo, entre otras cosas, una convivencia armónica.




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Más allá de la necesidad metodológica comentada, el individuo sobre el que la ciencia económica contemporánea construye sus modelos exhibe en su comportamiento ciertas características específicas, entre ellas, el tipo de racionalidad que ha dado en llamarse, “racionalidad instrumental”. Según ello, la acción racional consiste en la elección del curso de acción más conveniente para alcanzar los fines que el individuo se propone. El curso de acción más conveniente, a su vez, es aquel que optimiza la relación entre medios y fines, es decir, supone la menor inversión de medios para alcanzar de manera satisfactoria los objetivos prefijados. Este modelo se llama también “consecuencialista”, ya que la racionalidad de la acción se evalúa entre otras cosas por sus resultados. En términos de Elster: “Cuando enfrenta varios cursos de acción la gente suele hacer lo que cree que es probable que tenga el mejor resultado general (…)  La elección racional es instrumental: está guiada por el

La perspectiva lógica de la filosofía

El programa filosófico del positivismo lógico es, sin duda, radical. Según él, las condiciones del discurso con sentido son muy claras: definición de los conceptos y corrección lógico-sintáctica de las proposiciones. Un concepto se define por un conjunto de rasgos que permiten decidir en qué casos singulares se aplica y en qué casos no. A su vez, una proposición sólo tendrá sentido si respeta unas pautas lógicas (por ejemplo, la correspondencia entre tipos de sujetos y tipos de predicados: una persona puede ser honesta y un número puede ser impar, pero predicar honestidad de un número o decir que una persona es par no tiene sentido) y si es verificable, esto es, si hay modo de determinar su verdad o falsedad. Toda proposición con sentido remite en última instancia a proposiciones que se refieren directamente a propiedades observables. Si decimos que París es la capital de Francia, debemos tener claro el concepto de “capital”, debemos constatar que los objetos “París” y “Francia

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