Una de las paradojas del ser humano reside
en la oposición entre su naturaleza social, que lo acerca a sus semejantes y lo
induce a vivir en grupo, y la permanente inestabilidad en sus diferentes formas
de asociación. Desde las familias hasta las organizaciones nacionales o
internacionales, la discordia, con mayor o menor frecuencia, con mayor o menor
gravedad, parece un defecto esencial de la especie. Dada la constancia de esta
conflictividad a través de la historia, hay quienes han intentado explicarla
señalando una supuesta agresividad esencial que nos impulsa trágicamente a
malograr nuestros proyectos colectivos: el hombre es malo, desconfiado,
egoísta, persigue la acumulación de poder instrumentalizando a sus semejantes,
etc., y recaerá siempre en este lado oscuro de su ser sin importar los ideales
que se plantee como compensación.
Esta explicación, además de pesimista,
pasa por alto la otra cara de la moneda, es decir, no solo la mencionada
naturaleza gregaria que nos acerca unos a otros, sino también el altruismo, la
generosidad, la compasión y la voluntad y capacidad de comprendernos
mutuamente; toda una serie de rasgos que igualmente se han manifestado una y
otra vez a través de la historia. De hecho, durante siglos la humanidad ha ido
reconociendo valores y principios que apuntan en el sentido de la convivencia,
la cooperación, la paz y la solidaridad, y es notable el hecho de que, al menos
desde el punto de vista de las ideas, este progreso hacia el consenso ha sido
constante, y que las doctrinas que esporádicamente han surgido en oposición a
esa tendencia (p. e., formas sistemáticas de racismo o nacionalismo) han
resultado tarde o temprano excluidas o controladas.
Por lo tanto, la impresión que nos deja la
historia no es la de un campo de batalla en el que sólo se despliega la “maldad
esencial”, sino la de un aprendizaje arduo e incompleto que sigue persiguiendo,
entre otras cosas, una convivencia armónica.