La certeza (la seguridad subjetiva acerca de una opinión) y la crítica (el
examen crítico de una opinión) parecen ser actitudes sociales antitéticas. Los
grupos particulares prefieren la certeza, que ayuda a cerrar filas y a
funcionar (a tomar decisiones y ponerlas en marcha); la crítica parte de la
duda y por lo tanto se abre a la argumentación y al contraste con otras
opiniones, lo que puede ser enriquecedor, pero puede también destruir las premisas que
fundaban la posición particular.
Las doctrinas de los grupos particulares se
extienden entonces por transmisión repetitiva de sus dogmas, mientras que la
argumentación crítica no se limita a la reproducción de una idea sino que crece en
comprensión, en la medida que es capaz de asimilar lógicamente nuevos puntos de
vista -un proceso no exento de dificultades.
Pero lo que parece contradictorio en el concepto resulta ser
complementario en la realidad, y así nos vemos conducidos más allá de la lógica
y la dialéctica a un asunto en el que la razón se superpone con la ética: el problema de nuestra responsabilidad (individual, claro) ante los paradigmas en y entre
los que vivimos. ¿En qué punto puede ser considerado irracional el que sigue
defendiendo una posición contra todas las objeciones? ¿Y, a a inversa, cuándo resulta
prematuro o frívolo abandonar un paradigma por sólo algunos argumentos
desfavorables?
He aquí un dilema dirigido a nuestra prudencia.