De allí se extrae una moraleja
pesimista a la que podría darse la siguiente formulación general: “si tu
situación futura depende en alguna medida de la acción de otros, cuenta con que
sea la menos favorable para ti y obra en consecuencia”. En ella estarán
incluidas las variantes particulares: “no cuentes con la honestidad del otro”,
“no cuentes con que se respete lo pactado”, etc. La razón intenta siempre
maximizar los beneficios sin maximizar los riesgos. Lo que el dilema pone de
relieve es el hecho de que la conducta de los otros, aún la de aquellos en
quienes más confiamos, siempre justificará de nuestra parte algún grado de
desconfianza, si el riesgo es lo bastante elevado.
Podríamos considerar el siguiente ejemplo. Un hombre y una
mujer de cierta edad planean casarse. Ambos han tenido ya experiencias
matrimoniales y han pasado por divorcios desastrosamente costosos. Aunque
desean sinceramente una relación estable y creen en el matrimonio, no se
sienten capaces de predecir un final feliz y descartar totalmente la
eventualidad de una separación en el futuro. De modo que cada uno piensa, para
sí, que, de casarse, tendrían que hacerlo tomando precauciones legales respecto
a sus bienes individuales; precauciones que supondrían una disminución del
grado de compromiso que están dispuestos a asumir, así como una declaración de
falta de confianza en aquello que pretenden comenzar. La decisión racional, por
tanto, implicará aceptar esta merma de las expectativas y optar por una suerte
de “matrimonio con reservas”, de duración más incierta pero asegurado ante
una posible ruptura. En este caso, los
elementos en juego no se presentan de manera tan limpia y clara como en el
dilema del prisionero, en el cual no hay opciones intermedias (por ejemplo, que
la condena larga pudiera ser acortada por buena conducta). Para que la analogía
funcione es necesario enfatizar la idea de que las reservas manifestadas por
los contrayentes, al hacerse expresas y explícitas, suponen inevitablemente un
riesgo grave y determinante, de modo que quede definido el dilema: no se toman
prevenciones y se arriesga otro divorcio ruinoso, o se plantea el problema con franqueza poniendo en peligro la relación. El mayor desafío a la racionalidad es sin duda
esta zona crepuscular de las posibilidades intermedias.
Supongamos otro caso. Un
determinado país está siendo devastado por un gobierno multifacéticamente
pernicioso: corrupto, ineficaz, antidemocrático, etc. Los partidos de oposición
cuentan, en conjunto, con el apoyo de la mayor parte del electorado, pero, por
separado, ninguno de ellos tiene seguridad de obtener más votos que el
presidente (quien es, a pesar de todo, respaldado por una significativa
fracción del pueblo). Ahora bien, en cada partido político se desea la salida
del presidente tanto como se teme el riesgo de que algún adversario consiga
ventajas políticas decisivas sobre los demás, de modo que las acciones
tendentes a satisfacer los dos motivos opuestos generan un panorama bastante
caótico y aseguran, entretanto, la continuidad del gobierno. La diferencia con
los otros dos ejemplos es que aquí la desconfianza respecto al otro llega al
punto de inhibir la acción sin encontrar siquiera esa salida no-óptima típica
del dilema (es decir, el equivalente de la condena a diez años.)