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Dilema del prisionero

Dos delincuentes son arrestados por un delito menor y enfrentan por él una pena de dos años. Pero la policía piensa que también son responsables de un crimen más grave cometido con anterioridad (cuya condena es de veinte años), de modo que, en interrogatorios separados, se le ofrece a cada uno de ellos, a cambio de la confesión del delito mayor, un año de cárcel, siempre que el otro no confiese. Si ambos confiesan, recibirían una pena de diez años cada uno, y si ambos guardan silencio, sólo serían condenados a los dos años que corresponden al crimen más reciente. La posibilidad más desastrosa para alguno de ellos sería guardar silencio mientras el otro confiesa, es decir, cargar solo con la pena mayor. El hecho de que estén separados impide cualquier acuerdo entre ellos y cualquier posibilidad de vislumbrar cuál podrá ser la conducta del otro. La paradoja estriba en que la decisión racional, en tal situación, no es la que conduce al resultado óptimo para ambos: mantener la boca cerrada y aceptar dos años; sino que, ante el enorme riesgo de que el otro confiese, se hace imprescindible minimizarlo saliéndole al paso con la propia confesión. Para conservar la forma pura del dilema, es importante dejar de lado las circunstancias que incrementan la posibilidad de la confesión (que los prisioneros sospechen que la policía aplica “apremios ilegales” a los interrogados, por ejemplo): los dos hombres son libres de elegir sin más presión que el conocimiento que tienen de las consecuencias de dicha elección y el que tienen, en general, de la poca fiabilidad de la naturaleza humana.

De allí se extrae una moraleja pesimista a la que podría darse la siguiente formulación general: “si tu situación futura depende en alguna medida de la acción de otros, cuenta con que sea la menos favorable para ti y obra en consecuencia”. En ella estarán incluidas las variantes particulares: “no cuentes con la honestidad del otro”, “no cuentes con que se respete lo pactado”, etc. La razón intenta siempre maximizar los beneficios sin maximizar los riesgos. Lo que el dilema pone de relieve es el hecho de que la conducta de los otros, aún la de aquellos en quienes más confiamos, siempre justificará de nuestra parte algún grado de desconfianza, si el riesgo es lo bastante elevado.

Podríamos considerar el siguiente ejemplo. Un hombre y una mujer de cierta edad planean casarse. Ambos han tenido ya experiencias matrimoniales y han pasado por divorcios desastrosamente costosos. Aunque desean sinceramente una relación estable y creen en el matrimonio, no se sienten capaces de predecir un final feliz y descartar totalmente la eventualidad de una separación en el futuro. De modo que cada uno piensa, para sí, que, de casarse, tendrían que hacerlo tomando precauciones legales respecto a sus bienes individuales; precauciones que supondrían una disminución del grado de compromiso que están dispuestos a asumir, así como una declaración de falta de confianza en aquello que pretenden comenzar. La decisión racional, por tanto, implicará aceptar esta merma de las expectativas y optar por una suerte de “matrimonio con reservas”, de duración más incierta pero asegurado ante una  posible ruptura. En este caso, los elementos en juego no se presentan de manera tan limpia y clara como en el dilema del prisionero, en el cual no hay opciones intermedias (por ejemplo, que la condena larga pudiera ser acortada por buena conducta). Para que la analogía funcione es necesario enfatizar la idea de que las reservas manifestadas por los contrayentes, al hacerse expresas y explícitas, suponen inevitablemente un riesgo grave y determinante, de modo que quede definido el dilema: no se toman prevenciones y se arriesga otro divorcio ruinoso, o se plantea el problema con franqueza poniendo en peligro la relación. El mayor desafío a la racionalidad es sin duda esta zona crepuscular de las posibilidades intermedias.

Supongamos otro caso. Un determinado país está siendo devastado por un gobierno multifacéticamente pernicioso: corrupto, ineficaz, antidemocrático, etc. Los partidos de oposición cuentan, en conjunto, con el apoyo de la mayor parte del electorado, pero, por separado, ninguno de ellos tiene seguridad de obtener más votos que el presidente (quien es, a pesar de todo, respaldado por una significativa fracción del pueblo). Ahora bien, en cada partido político se desea la salida del presidente tanto como se teme el riesgo de que algún adversario consiga ventajas políticas decisivas sobre los demás, de modo que las acciones tendentes a satisfacer los dos motivos opuestos generan un panorama bastante caótico y aseguran, entretanto, la continuidad del gobierno. La diferencia con los otros dos ejemplos es que aquí la desconfianza respecto al otro llega al punto de inhibir la acción sin encontrar siquiera esa salida no-óptima típica del dilema (es decir, el equivalente de la condena a diez años.)

Tenemos entonces, como forma general del problema, dos o más actores que, de actuar cooperativamente, obtendrían beneficios máximos, pero que, sin embargo, ponen en el primer plano de sus consideraciones la posibilidad de la deslealtad del otro. La confianza en el otro es racionalmente aceptable si no entraña un riesgo digno de tomarse en cuenta, de otra manera, es mejor comprender que las mismas dudas (racionales) que nos asaltan a nosotros están pasando por la mente de nuestro socio, aumentando la oportunidad de una traición. En otras palabras, el deber ser de la conducta no forma parte del orden del mundo, y la razón sólo encuentra apoyos firmes en los hechos comprobados que configuran este orden. De esta manera, el dilema del prisionero hace visible la distancia entre la acción moral y la acción racional en sentido general o, si se prefiere, la trascendencia del mundo moral. La acción conforme al deber pertenece a otro modo de la racionalidad, aquel en el que el límite de la decisión no es la consecuencia individual del acto sino la exigencia del bien común.




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