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Lo abstracto y lo concreto

Suele decirse, con matiz peyorativo, que el pensamiento filosófico es muy “abstracto”. Ese matiz tiene dos sentidos: uno, el más común, el de dificultad –lo abstracto es más difícil de entender, se aleja de la intuición–; el otro, el de distorsión o adulteración –la abstracción presenta una versión reducida de las cosas y, por tanto, las falsea. Las dos objeciones son válidas siempre que se pongan en perspectiva.

Abstraer no es otra cosa que aislar mentalmente ciertas características particulares de un todo concreto. Y un todo concreto es cualquier objeto individual (un objeto determinado en un espacio y tiempo determinados), cuya individualidad depende, en efecto, de todos los rasgos que concurren para hacerlo único.

Ahora bien, enseguida advertimos que lo realmente difícil de pensar no es lo abstracto, sino lo concreto. De hecho, nuestro pensamiento funciona con abstracciones que dan lugar a conceptos que sirven para construir proposiciones con las cuales nos referimos al mundo cuando pensamos y cuando nos comunicamos. Nos relacionamos físicamente (concretamente) con entes individuales, pero los representamos inevitablemente mediante conceptos abstractos.

Hegel, un extremista de lo concreto, pensaba que la abstracción arruinaba la comprensión de la realidad y que, por tanto, el problema no estaba solo en la conceptualización, que resume cada cosa en un grupo arbitrariamente designado de características “esenciales”, sino incluso en la consideración separada de los fenómenos. La realidad solo puede comprenderse como una sola, es decir, como un único ente concreto (de con-cresco, que crece por acumulación) que, para Hegel, sería la historia (el conjunto progresivo de todas las cosas), y por tanto, entender cualquier objeto particular equivale a entender su evolución dentro de ese todo. El problema está en que, para que ese acto de comprensión no sea un acto de abstracción (a fin de cuentas se trata del acto de un filósofo que escribe cosas), debe verse como parte del todo al que se refiere, lo que desemboca en el idealismo absoluto: la actividad de lo real ha ido posibilitando una conciencia progresiva de esa misma realidad que alcanza su forma acabada en el pensamiento, concreto, del propio Hegel.

Tomarse el hegelianismo al pie de la letra puede ser síntoma de alguna patología, pero es verdad que siempre resultará sensato revisar de cuando en cuando algunos excesos de la abstracción poniendo las ideas en situación histórica. Una teoría general del arte es menos útil que una historia de las concepciones artísticas, y una ciencia de la economía más sensible a la cultura dará mejores resultados que la aplicación indiscriminada de fórmulas pretendidamente científicas y universales.

Por lo tanto, es cierto que la filosofía es abstracta, pero simplemente porque la materia de cualquier forma de pensamiento son las abstracciones. Lo que cabe reprocharle (a la filosofía y a cualquier otra disciplina) es que deje de orientarse por lo concreto o, dicho en términos de Kant, que la teoría deje de orientarse por la experiencia.

 


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