En algunos casos, si no se hacen
las advertencias necesarias, el texto con el que alguien comunica lo que piensa
acerca de algo parece implicar dos aserciones: 1- “Este es el problema” y, 2- “Esta
es la solución”. Un autor cauto tratará de aportar los modificadores necesarios
para que el lector entienda algo más preciso: 1- “Esta es mi visión del problema basándome en la información de que dispongo
hasta ahora” y, 2- “Esta sería una posible (o la única, dependiendo justamente
de lo completo que haya sido el planteamiento) solución”. La primera parte, el
planteamiento, depende del conocimiento o la cultura (siempre mejorable) del
autor; la segunda, de sus destrezas lógicas. El lector será entonces activo en
el reconocimiento de “lagunas” o inexactitudes en el planteamiento, por una
parte, y en la evaluación de las inferencias con las que se teje el camino a la
“solución”, por otra. Acerca de estas destrezas hay mucho que decir, pues no se
trata de cálculo mecánico sino de una capacidad de sopesar el grado en que las
razones en juego sostienen la conclusión que se defiende, lo cual no significa
en ningún modo abandonar las reglas de la lógica (como pretende cierto
oscurantismo filosófico) sino desarrollar los matices que exigen un contexto de
conocimiento limitado y un universo de conceptos “en construcción”.
En España se emplea popularmente una
frase que encierra un problema filosófico interesante y asociado a lo que
discuto aquí. En el curso de una conversación es frecuente que quien está
presentando un asunto, o “explicando” algo, consulte a su interlocutor: “¿entiendes
lo que te quiero decir?” La expresión es más compleja que un abrupto “¿me
entiendes?” (donde se asume que el que debe entender es el otro) o que el mucho
más cortés “¿me explico?” (donde el que habla se atribuye implícitamente la
responsabilidad por cualquier falla en la comprensión). La muletilla española
hace una distinción entre lo que se dice y lo que “se quiere decir”, haciendo
ver el proceso de exposición como un esfuerzo por revelar lo segundo mediante
intentos de expresión que giran en torno a ese núcleo de intuición o como se lo
quiera llamar. Creo que a eso mismo se refiere la metáfora socrática de la
mayéutica, el diálogo (lo que se dice) como un parto laborioso de la verdad (lo
que se quiere decir).
En cuanto a los conceptos, una
forma simple de mostrar su relación con el problema de la lectura es recordar
que salvo aquellos sobre los que reflexionamos específicamente, la mayoría de
los conceptos que usamos espontáneamente conllevan sobreentendidos que pasamos
por alto y que pueden convertirse en el origen de una insuficiencia, una
inexactitud o una inferencia discutible para el lector crítico. Por ello, el
texto ideal capaz de depositar sin pérdidas en la comprensión del lector aquello
que “se quiere decir” necesitaría de parte del autor un control riguroso de cada
concepto empleado, lo que sólo puede ocurrir en circunstancias muy especiales (por
ejemplo, en un problema localizado en una disciplina científica con la mayoría
de sus conceptos ya precisados).
La lectura entonces no es sólo un acceso a lo que el autor piensa, sino sobre todo un acceso al tema o asunto sobre el que piensa, desde una perspectiva determinada. De allí que sea tan propia de la filosofía crítica la noción de “reconstrucción”, basada en la imagen del texto y las discusiones filosóficas como tramas incompletas y en alguna medida desordenadas. A la inversa, la lectura ingenua tiende al consumo y reproducción de fórmulas vacías o, mejor dicho, de fórmulas cuyo significado y lógica son superficiales. Toda labor auxiliar al acto primario de lectura (subrayados, esquematizaciones, resúmenes, comentarios, discusiones, etc.) acompaña un proceso que esencialmente es dinámico, como bien ilustran las palabras (más bien extremistas) de Sócrates: “El que piensa transmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio; y seguramente ignora el oráculo de Ammon, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.”
La lectura entonces no es sólo un acceso a lo que el autor piensa, sino sobre todo un acceso al tema o asunto sobre el que piensa, desde una perspectiva determinada. De allí que sea tan propia de la filosofía crítica la noción de “reconstrucción”, basada en la imagen del texto y las discusiones filosóficas como tramas incompletas y en alguna medida desordenadas. A la inversa, la lectura ingenua tiende al consumo y reproducción de fórmulas vacías o, mejor dicho, de fórmulas cuyo significado y lógica son superficiales. Toda labor auxiliar al acto primario de lectura (subrayados, esquematizaciones, resúmenes, comentarios, discusiones, etc.) acompaña un proceso que esencialmente es dinámico, como bien ilustran las palabras (más bien extremistas) de Sócrates: “El que piensa transmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio; y seguramente ignora el oráculo de Ammon, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.”