Cuando Kant describe el modo en que funciona el conocimiento en la relación entre la experiencia (vehículo de lo externo al sujeto) y el entendimiento (lo que que dota de estructura a los insumos empíricos), está presentándonos un sujeto trascendental, es decir, no psicológico, ni histórico, ni siquiera humano. Para dar un ejemplo sencillo, y escorado hacia el racionalismo, podríamos decir que,
en efecto, dos más dos son cuatro para cualquier sujeto de conocimiento posible. Para un griego antiguo, para un esquimal contemporáneo, para un posible extraterrestre o para una máquina que piensa. Es verdad que los teólogos, para evitar la subordinación de Dios a cualquier otra cosa, dirían que dos más dos son cuatro sólo porque Él lo quiere; que Kant no pueda imaginar otra cosa es consecuencia de tratar de entender las cosas desde una facultad insuficiente como la razón.
Pero el problema de este sujeto kantiano no es su trascendentalidad, que a fin de cuentas es lo que asegura la universalidad del conocimiento y la posibilidad de que haya ciencia, esto es, discurso comunicable, demostrable, refutable. El problema es su absoluta subjetividad: el conocimiento, como tal, es una imagen construida en el sujeto con categorías del entendimiento y formas de la sensibilidad. Entre el conocimiento y la realidad hay una brecha metafísica insalvable, como la que hay entre una foto y la cosa fotografiada: son ontológicamente diferentes. Es a lo que Kant se refiere con otra de sus famosas nociones, la cosa en sí: aquello que existe con independencia del sujeto y que sirve de sustrato al proceso de conocimiento, pero que resulta inevitablemente transformado por él. El realismo exige que el verdadero conocimiento nos entregue la cosa real (por ejemplo a través de su esencia), y para ello necesita de ciertas imposiciones dogmáticas. Por su parte, la crítica (es decir, la antidogmática) kantiana, con todos sus esfuerzos no ha hecho más que desembocar en una forma de idealismo, el llamado 'idealismo trascendental'. Se trata de una posición filosófica tan sólida que hace que muchos de los intentos de superar su sujeto trágico parezcan más una patada al tablero que una crítica. Después de Kant, la línea argumental de la filosofía moderna se interrumpe y aparecen nuevas perspectivas, como la hegeliana, que no parten del problema del conocimiento sino que lo retoman dentro de un marco metafísico diferente.
en efecto, dos más dos son cuatro para cualquier sujeto de conocimiento posible. Para un griego antiguo, para un esquimal contemporáneo, para un posible extraterrestre o para una máquina que piensa. Es verdad que los teólogos, para evitar la subordinación de Dios a cualquier otra cosa, dirían que dos más dos son cuatro sólo porque Él lo quiere; que Kant no pueda imaginar otra cosa es consecuencia de tratar de entender las cosas desde una facultad insuficiente como la razón.
Pero el problema de este sujeto kantiano no es su trascendentalidad, que a fin de cuentas es lo que asegura la universalidad del conocimiento y la posibilidad de que haya ciencia, esto es, discurso comunicable, demostrable, refutable. El problema es su absoluta subjetividad: el conocimiento, como tal, es una imagen construida en el sujeto con categorías del entendimiento y formas de la sensibilidad. Entre el conocimiento y la realidad hay una brecha metafísica insalvable, como la que hay entre una foto y la cosa fotografiada: son ontológicamente diferentes. Es a lo que Kant se refiere con otra de sus famosas nociones, la cosa en sí: aquello que existe con independencia del sujeto y que sirve de sustrato al proceso de conocimiento, pero que resulta inevitablemente transformado por él. El realismo exige que el verdadero conocimiento nos entregue la cosa real (por ejemplo a través de su esencia), y para ello necesita de ciertas imposiciones dogmáticas. Por su parte, la crítica (es decir, la antidogmática) kantiana, con todos sus esfuerzos no ha hecho más que desembocar en una forma de idealismo, el llamado 'idealismo trascendental'. Se trata de una posición filosófica tan sólida que hace que muchos de los intentos de superar su sujeto trágico parezcan más una patada al tablero que una crítica. Después de Kant, la línea argumental de la filosofía moderna se interrumpe y aparecen nuevas perspectivas, como la hegeliana, que no parten del problema del conocimiento sino que lo retoman dentro de un marco metafísico diferente.