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Kant

Para entender la filosofía de Kant es necesario entender el problema que intenta resolver y en qué términos venía planteándose. Por lo general se presenta a K como el filósofo que cierra el ciclo de la filosofía moderna que arranca en Descartes y cuyo tema esencial es el problema del conocimiento. Aunque hay otros autores modernos famosos (Leibniz, Pascal, Spinoza, Malebranche), la línea tradicional es la que forman Descartes- Hume-Kant. He excluido a Locke y a Berkeley por simplificar el esquema y porque el gran representante del empirismo inglés, por encima de los otros dos, además de ser una referencia en la misma obra de Kant (a quien “despertó de su sueño dogmático”), es, sin duda, Hume.
 
Descartes (1596-1650) y Hume (1711-1776) representan las dos posiciones antagónicas de la teoría del conocimiento, posiciones que suelen etiquetarse con los rótulos de “racionalismo” y “empirismo”. El racionalismo opina que el conocimiento depende, ante todo, de la razón, es decir, que mientras los sentidos nos dan imágenes cambiantes y poco fiables de las cosas, la razón es la que puede “fijar” lo que realmente son.[1] Un ejemplo de Descartes: si vemos a distancia desde una ventana un grupo de figuras humanas, podríamos pensar que son muñecos o autómatas. Los sentidos no nos lo aclaran; es la razón la que única que puede decidir.

 Antes de seguir, una advertencia. La terminología que se pone en juego a la hora de exponer los problemas suele ser portadora de más problemas. Los significados que se atribuyan a palabras como “razón”, “entendimiento”, “experiencia”, “realidad”, “idea”, son cruciales para comprender lo que se nos quiere explicar. Muchos autores clásicos son ambiguos respecto a algunos conceptos fundamentales, con lo cual parte de la tarea de quienes los estudian es tratar de dar una definición aproximada  de ellos a través de las pistas dispersadas en su obra.

El empirismo, por su parte, propone que es imposible conocer algo si no se ha tenido contacto sensible con ello. Un ciego de nacimiento no puede tener ninguna idea de lo que es el color verde, etc.[2] Hume lleva esta posición al extremo en su concepto de “impresión”, con el que distingue el tipo de experiencia que tenemos cuando decimos, por ejemplo, “veo una puerta”, de la “percepción pura”, que describiríamos más bien como “veo una mancha marrón de cierta forma con una cierta movilidad, etc.”. No “vemos” puertas, mesas, montañas, personas, sino que percibimos formas y colores que luego por “hábito” asociamos y tratamos separadamente como “objetos” vinculados a los conceptos y las palabras. Hume presenta una versión tan elemental y “pura” de la experiencia sensorial que acaba por tornarse dudoso que a partir de ello puedan formarse las estructuras complejas de lo que solemos llamar “conocimiento”. No es fácil ver cómo, pongamos por caso, puedo conocer mi escritorio (hacerme una idea de este objeto, digamos) a partir del caos de distintas y fragmentarias impresiones que recibo de él. Téngase en cuenta que, por una parte, no hay un acceso sensorial privilegiado a todo el objeto y, por otra, cada impresión es ontológicamente diferente de otra –cada vez que miro la superficie marrón del escritorio digo que veo lo mismo, pero la impresión es, de hecho, otra.

La filosofía de Kant representa una especie de cierre histórico del problema en la medida que elabora una síntesis entre racionalismo y empirismo. Es importante, sin embargo, hacer unas indicaciones preliminares sobre sus intenciones y métodos. La Crítica de la Razón Pura pretende explorar los límites del conocimiento, esto es, aclarar cómo conocemos y, por tanto, qué podemos conocer. Tanto en él como en los empiristas subyace, al objetivo inmediato de la investigación sobre el conocimiento, un interés ulterior, dirigido sobre todo a la relación del conocimiento con el problema religioso. Aunque la parte de su obra que tiene mayores consecuencias filosóficas es la CRP, su auténtico objetivo son los asuntos morales y religiosos, para los cuales aquélla debía servir de base teórica. La teología, que en la Edad Media era la “reina de las ciencias”, tenía a las investigaciones sobre el conocimiento como un subproducto (la situación que se ilustraba con la calificación de la filosofía como ancilla teologiae, sirvienta de la teología)[3]. En la modernidad, ocurre algo simétrico: ya no se piensa desde la teología, pero el “problema” de Dios está siempre presente entre estos autores.[4]

El concepto central en la teoría del conocimiento de Kant es el de “experiencia”. Lo novedoso en ella es que, a diferencia de lo que ocurre con los empiristas, no lo entiende como algo que sólo atañe a los sentidos, sino como un acto que involucra tanto la sensibilidad como el entendimiento. Vemos una mesa y nuestros sentidos nos informan de una mancha de color de cierta extensión y apariencia, pero hay algo que opera simultáneamente y que dota de estructura esta percepción, permitiéndonos reconocer, por ejemplo, que la mesa es cuadrada, aún cuando la vemos desde una perspectiva en la que la impresión (la mancha de color) no es cuadrada. Nuestro conocimiento de una casa, para ver un ejemplo más complejo, depende de las numerosas impresiones sensoriales que obtenemos en nuestras sucesivas experiencias de ella (viéndola desde fuera, recorriendo sus pasillos, subiendo por sus escaleras, entrando en sus habitaciones), pero se constituye gracias a la “intuición geométrica” (este vocabulario no es de Kant) que nos permite integrar esas impresiones[5] y comprender que hay habitaciones contiguas, salidas opuestas, puertas comunes y, en definitiva, saber cómo movernos dentro del conjunto. Estos dos componentes, sensibilidad y entendimiento, son analizados en la Crítica de la Razón Pura en la Estética Trascendental y en la Lógica Trascendental (parte de la Analítica Trascendental), respectivamente.
 
Sin embargo, no todo conocimiento tiene lugar en una experiencia. Hay también conocimiento a priori, es decir, anterior a la experiencia. En la disputa histórica entre racionalistas y empiristas, Kant observa que los primeros se aferran al modelo de conocimiento que nos ofrecen las matemáticas: un conjunto limitado de verdades sólidas del cual se deduce necesariamente todo el discurso de esta ciencia.[6]  Los empiristas, por su parte, insisten en señalar la brecha que separa las verdades matemáticas del conocimiento del mundo exterior. Su filosofía pretende salvar esta ruptura esquizofrénica entre el conocimiento cierto pero puramente ideal de las matemáticas y el conocimiento empírico, que nos dice algo sobre el mundo exterior, pero sin certeza. Nuestra mente entiende perfectamente, por ejemplo, el principio de identidad, que reza “todo ser es idéntico a sí mismo” y que suele simbolizarse “A=A”. Pero este principio sólo funciona como ley del pensamiento; cuando queremos “aplicarlo” a la realidad, surgen los problemas. En rigor, decir que un objeto determinado es idéntico a sí mismo es una metáfora. 
 


[1] Aunque en otros términos, Platón también pensaba eso: lo esencial para el conocimiento ya está, de algún modo, en nosotros y los sentidos no aportan nada distinto. Frente a él, el primer gran empirista es Aristóteles, con su idea del entendimiento como tabula rasa en la que no hay nada hasta que el sujeto no empieza a tener experiencias.
[2] Pero sí puede entender qué es un triángulo sin haber visto nunca uno, replicará el racionalista.
[3] Aún en esta situación aparentemente desplazada la reflexión filosófica –que en cualquier caso era cosa de teólogos-  traía grandes quebraderos de cabeza a los pensadores, que no podían evitar sus consecuencias críticas sobre los dogmas.
[4] Y en los ingleses, además, el problema político, estrechamente ligado al religioso.
[5] Precisamente la noción de impresión en Hume, tan pura y desligada de todo elemento ideal, es la que lleva a Kant a pensar en un componente “estructurante” en la experiencia.
[6] El primer ejemplo de este tipo de ciencia deductiva se encuentra en los Elementos de Euclides: a partir de algunas definiciones que permiten establecer un conjunto de verdades fundamentales (axiomas) se desarrollan todos los teoremas que constituyen el saber geométrico. Demostrar un teorema consiste, precisamente, en hacer patente la conexión lógica entre éste y aquellos axiomas.


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