Homo philosophicus

Quiero defender la idea de que los seres humanos, por detrás de nuestras otras formas de lidiar con la realidad, somos esencialmente filósofos. Obviamente, no somos filósofos porque nos ocupemos regularmente en la investigación filosófica, sino porque la filosofía es nuestra disposición fundamental. Lo que ocurre es que esta disposición normalmente queda postergada, oculta y, tal vez, negada, por una diversidad de demandas vitales, psicológicas, sociales, etc., que nos imponen su urgencia.

La filosofía es una reacción de nuestra inteligencia motivada por el desconcierto que nos produce la realidad. Los griegos lo llamaban «asombro» (thauma). Ese asombro surge cuando no entendemos algo, cuando algo no encaja en nuestras expectativas. Esta reacción de la inteligencia tiende a producir una explicación de sentido común, un «relato» mítico o una teoría científica, que sirvan como «mapa» para convertir la situación desconcertante en situación familiar o conocida, de manera que en el futuro no sea necesario asombrarse ni desconcertarse, sino tan sólo «aprenderse el mapa», es decir, adaptarse. Adaptarse es aprender a moverse en ese orden, al que finalmente terminamos por considerar LA realidad, a secas. De ahí en adelante, los saberes relevantes son otros, los saberes adaptativos: la ciencia, la religión, las costumbres, las técnicas.

Pero de vez en cuando suceden cosas imprevistas en esa teoría, relato o mapa con que orientamos nuestra cotidianidad, y quedamos expuestos al misterio de lo que no está cartografiado. Esas anomalías son precisamente las que nos revelan que existe una Realidad, con mayúsculas, un espacio desconocido del que sólo ocupamos una pequeñísima parte -que hemos hecho confortable a fuerza de normas y tecnologías- y que suele colarse a veces por las grietas de nuestro precario habitáculo. Es lo que nos sucede ante las desgracias súbitas, ante un mal irremediable e inexplicable, y también ante lo sublime y lo que nos parece maravilloso, ya sea un paisaje, un acto generoso o el nacimiento de un hijo; acontecimientos que nos devuelven al asombro.

En consecuencia, somos filósofos porque nuestra esencia no está en pertenecer a esta escenografía que es el mundo; somos filósofos porque la ilusión de ese refugio no es lo bastante sólida como para impedir las irrupciones de la realidad. Y algunas veces también somos -más propiamente- filósofos porque tenemos la curiosidad de asomarnos por sus rendijas.




Leer es recordar

En algunos casos, si no se hacen las advertencias necesarias, el texto con el que alguien comunica lo que piensa acerca de algo parece implicar dos aserciones: 1- “Este es el problema” y, 2- “Esta es la solución”. Un autor cauto tratará de aportar los modificadores necesarios para que el lector entienda algo más preciso: 1- “Esta es mi visión del problema basándome en la información de que dispongo hasta ahora” y, 2- “Esta sería una posible (o la única, dependiendo justamente de lo completo que haya sido el planteamiento) solución”. La primera parte, el planteamiento, depende del conocimiento o la cultura (siempre mejorable) del autor; la segunda, de sus destrezas lógicas. El lector será entonces activo en el reconocimiento de “lagunas” o inexactitudes en el planteamiento, por una parte, y en la evaluación de las inferencias con las que se teje el camino a la “solución”, por otra. Acerca de estas destrezas hay mucho que decir, pues no se trata de cálculo mecánico sino de una capacidad de sopesar el grado en que las razones en juego sostienen la conclusión que se defiende, lo cual no significa en ningún modo abandonar las reglas de la lógica (como pretende cierto oscurantismo filosófico) sino desarrollar los matices que exigen un contexto de conocimiento limitado y un universo de conceptos “en construcción”.

En España se emplea popularmente una frase que encierra un problema filosófico interesante y asociado a lo que discuto aquí. En el curso de una conversación es frecuente que quien está presentando un asunto, o “explicando” algo, consulte a su interlocutor: “¿entiendes lo que te quiero decir?” La expresión es más compleja que un abrupto “¿me entiendes?” (donde se asume que el que debe entender es el otro) o que el mucho más cortés “¿me explico?” (donde el que habla se atribuye implícitamente la responsabilidad por cualquier falla en la comprensión). La muletilla española hace una distinción entre lo que se dice y lo que “se quiere decir”, haciendo ver el proceso de exposición como un esfuerzo por revelar lo segundo mediante intentos de expresión que giran en torno a ese núcleo de intuición o como se lo quiera llamar. Creo que a eso mismo se refiere la metáfora socrática de la mayéutica, el diálogo (lo que se dice) como un parto laborioso de la verdad (lo que se quiere decir). 

En cuanto a los conceptos, una forma simple de mostrar su relación con el problema de la lectura es recordar que salvo aquellos sobre los que reflexionamos específicamente, la mayoría de los conceptos que usamos espontáneamente conllevan sobreentendidos que pasamos por alto y que pueden convertirse en el origen de una insuficiencia, una inexactitud o una inferencia discutible para el lector crítico. Por ello, el texto ideal capaz de depositar sin pérdidas en la comprensión del lector aquello que “se quiere decir” necesitaría de parte del autor un control riguroso de cada concepto empleado, lo que sólo puede ocurrir en circunstancias muy especiales (por ejemplo, en un problema localizado en una disciplina científica con la mayoría de sus conceptos ya precisados). 

La lectura entonces no es sólo un acceso a lo que el autor piensa, sino sobre todo un acceso al tema o asunto sobre el que piensa, desde una perspectiva determinada. De allí que sea tan propia de la filosofía crítica la noción de “reconstrucción”, basada en la imagen del texto y las discusiones filosóficas como tramas incompletas y en alguna medida desordenadas. A la inversa, la lectura ingenua tiende al consumo y reproducción de fórmulas vacías o, mejor dicho, de fórmulas cuyo significado y lógica son superficiales. Toda labor auxiliar al acto primario de lectura (subrayados, esquematizaciones, resúmenes, comentarios, discusiones, etc.) acompaña un proceso que esencialmente es dinámico, como bien ilustran las palabras (más bien extremistas) de Sócrates: “El que piensa transmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y  sólida, me parece un gran necio; y seguramente ignora el oráculo de Ammon, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.” 



Humanidades. Un juego de buscar y encontrar.

Los animales tienen que ocupar la mayor parte de sus esfuerzos en la supervivencia: cazar, huir, buscar, migrar, luchar para aparearse, etc. La supervivencia solo está asegurada momentáneamente, por periodos breves: cuando se ha burlado al depredador, cuando se ha matado al búfalo, cuando se ha llegado a pastizales seguros. En esos momentos, el animal puede descansar (otra forma de contribuir a la supervivencia: ahorrar energía, reponer fuerzas). Su esencia consiste solamente en un modo particular de sobrevivir, una dotación física y una dieta adaptándose a un sistema ecológico.

Por el contrario, los seres humanos no se caracterizan por lo que hacen para sobrevivir, sino por lo que hacen en las pausas. Primero dedicaron los atardeceres a inventar ruedas y arados, artefactos útiles, hasta que se aburrieron y terminaron decorando los mangos de las hachas y pintando cosas en la pared de la cueva. Algún aguafiestas dirá que esas decoraciones y esas pinturas también eran herramientas de una tecnología mágica, pero esta explicación es probablemente la excusa que daba el pintor troglodita a sus compañeros menos imaginativos.

De la necesidad provienen, tal vez, el torno alfarero y la máquina de vapor, pero es el ocio el que nos ha dado todo lo demás. Es fácil intentar buscar la esencia humana en el animal que crea herramientas, pero lo difícil e interesante es tratar de entender al ser humano que sueña, al homo ludens, el ser que juega explorando su lugar en el mundo. Eso es lo que hacen las «humanidades».



Significados borrosos

Es notable que muchas expresiones que empleamos en el discurso cotidiano, aunque tienen sentido, no tienen un significado del todo claro. Y esta falta de claridad no supone un tropiezo en la comunicación, pues no se hace evidente a menos que alguien quiera indagar más allá del uso “superficial”. Decimos, por ejemplo, que alguien nos “cae bien” y nuestro interlocutor, normalmente, procesa esta información sin hacer objeciones, al menos sin hacer objeciones relativas al significado. Puede surgir una discusión respecto a la calidad de la persona, en la que el significado siga dándose por sentado: “no sé cómo puede caerte bien; a mí me cae muy mal”. Se trata de una metáfora, pero no de una metáfora literaria, con la que se buscaría inducir un haz de asociaciones posibles en la mente del receptor, sino de una metáfora que, forjada originalmente con la intención de dar cuenta de una “percepción borrosa”, ha quedado reducida a un uso mecánico antes de haber alcanzado la precisión de un concepto, es lo que se conoce como “metáfora muerta”.



La narración

La filosofía y la poesía son dos formas de atender a la realidad, en eso se parecen y es un parecido importante. Lo que pertenece a otra especie totalmente diferente de función del discurso es la narración, la ficción. El discurso filosófico, como el poético, no contiene temporalidad; ambos pretenden expresar algo que ven en una sola mirada, algo que puede presentarse en una sola figura; tan compleja (o incompleta) como se quiera, pero una y actual. Pero la narración no es la visión de algo, de uno o varios objetos, o de un mundo. La narración reproduce justamente lo que la filosofía y la poesía pueden tematizar pero no mostrar: el tiempo.

Y las cosas que se presentan en sucesión ya no se dejan reducir a un esquema. Una sucesión no es un conjunto de objetos, ni una estructura, ni un mundo. Una narración auténtica no se resume en una moraleja, pues en ese caso sería un ejemplo, una ilustración. El orden de la narración tiene su propia naturaleza, como el orden de la música tiene una naturaleza distinta a la de las artes plásticas. Si la poesía y la filosofía tienen que ver con la intención de conocer, la pregunta es a qué intención corresponde el instinto de narrar.


El instinto gregario y la discordia

Una de las paradojas del ser humano reside en la oposición entre su naturaleza social, que lo acerca a sus semejantes y lo induce a vivir en grupo, y la permanente inestabilidad en sus diferentes formas de asociación. Desde las familias hasta las organizaciones nacionales o internacionales, la discordia, con mayor o menor frecuencia, con mayor o menor gravedad, parece un defecto esencial de la especie. Dada la constancia de esta conflictividad a través de la historia, hay quienes han intentado explicarla señalando una supuesta agresividad esencial que nos impulsa trágicamente a malograr nuestros proyectos colectivos: el hombre es malo, desconfiado, egoísta, persigue la acumulación de poder instrumentalizando a sus semejantes, etc., y recaerá siempre en este lado oscuro de su ser sin importar los ideales que se plantee como compensación.

Esta explicación, además de pesimista, pasa por alto la otra cara de la moneda, es decir, no solo la mencionada naturaleza gregaria que nos acerca unos a otros, sino también el altruismo, la generosidad, la compasión y la voluntad y capacidad de comprendernos mutuamente; toda una serie de rasgos que igualmente se han manifestado una y otra vez a través de la historia. De hecho, durante siglos la humanidad ha ido reconociendo valores y principios que apuntan en el sentido de la convivencia, la cooperación, la paz y la solidaridad, y es notable el hecho de que, al menos desde el punto de vista de las ideas, este progreso hacia el consenso ha sido constante, y que las doctrinas que esporádicamente han surgido en oposición a esa tendencia (p. e., formas sistemáticas de racismo o nacionalismo) han resultado tarde o temprano excluidas o controladas.

Por lo tanto, la impresión que nos deja la historia no es la de un campo de batalla en el que sólo se despliega la “maldad esencial”, sino la de un aprendizaje arduo e incompleto que sigue persiguiendo, entre otras cosas, una convivencia armónica.




Comunicación, mensajes y diálogo

Hay una «teoría de la comunicación» que, inspirada en una analogía telefónica, se elabora en torno al acto de «transmitir un mensaje». Esa teoría ha sido posteriormente discutida o superada por otras, pero sigue siendo una referencia en muchos ámbitos, algo que justifica mencionar algunos de sus problemas.

Según dicha concepción, un emisor formula lo que quiere decir en términos de un código, que presupone que un receptor ya conoce, y lo presenta a través de un canal más o menos apto para ese propósito. La calidad del proceso puede verse afectada por lo que genéricamente se llama «ruido», factor que -siempre siguiendo la metáfora original- se entiende como una suerte de interferencia o distorsión.

El mensaje, idealmente, pretende decir algo acerca de su asunto, de su tema, es decir, se refiere esencialmente a la «cosa» y no al contexto de a comunicación. Se da por sentado que el emisor está en posesión del mensaje, lo domina de manera clara y completa y no pretende más que transferirlo sin equívocos, inexactitudes o lagunas. La comunicación habrá sido exitosa si el receptor se hace con ese contenido de manera exacta, lo incorpora a su acervo informativo y es capaz de reproducirlo en los mismos términos (es, decir, el proceso no cae en la situación del «teléfono roto»).

Este punto de vista ignora varias circunstancias:

1.    Con frecuencia el emisor, a sabiendas o no, entrega como mensaje algo que está «sin terminar», ya sea porque lo sostiene conscientemente como una opinión debatible o porque, en el fondo, toda proposición es debatible (sobre todo en ciertos espacios de deliberación y comunicación, como la política, la publicidad o el periodismo).

2.    A menudo el emisor tiene intenciones que no están expresadas en el propio mensaje: persuadir, manipular, lucirse ante el receptor, lucirse ante terceros, etc.

3.    El mensaje puede estar generado por motivos ajenos que el emisor desconoce; puede ser funcional a una ideología o puede ser manifestación de procesos inconscientes.

4.    El receptor (o receptores) recibe o «lee» muchas cosas del emisor, aparte del mensaje; algunas manifiestas (actitud, presencia, lenguaje, vínculos conocidos con otras personas, etc.); otras, más o menos presumibles o, directamente, imaginarias, desde los propósitos ocultos hasta la procedencia ideológica y los impulsos inconscientes mencionados.

En consecuencia, analizar la comunicación a partir de este esquema simple, induce a error o, por lo menos, a una simplificación excesiva que debilita la posibilidad de dar sentido al propio mensaje. Y esto ocurre porque todo lo que decimos, aunque esté bien argumentado, nunca es la última palabra, sino un ensayo.

Ello no quiere decir que debamos olvidarnos de la lógica, o de la estructura de los elementos código-canal, prescindiendo de la disposición analítica en favor de una actitud comprensiva y holística que disolviera todo en una interpretación arbitraria. De lo que se trata es de poner el análisis en el marco dialéctico que da sentido al propio acto de comunicación: presentamos un mensaje a un receptor en un espacio que nos incluye a ambos. Y en ese espacio común compartimos, además del código, las razones existenciales para comunicarnos, la necesidad de decirnos cosas, de informarnos, de escucharnos y de corregirnos o refutarnos.

De allí el error de entender la comunicación siempre de un modo unidireccional, como dirigida a un auditorio pasivo del que sólo se esperan señales de asentimiento (algo que ocurre cuando se transmiten instrucciones, por ejemplo). Si de verdad compartimos algo con quienes nos escuchan, necesitamos eso que desde la propia teoría que estamos comentando se entiende como feed-back (otra noción mecánica) y que tradicionalmente conocemos como diálogo.

 


Aforismos

Dios es un comediante actuando ante un público demasiado asustado como para reírse. Voltaire

El periodismo consiste en decir “Lord Jones ha muerto” a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo.  G. K. Chesterton

Los judíos son un pueblo admirable. Han dado al mundo dos líderes como Jesucristo y Karl Marx, pero han tenido la precaución de no seguir a ninguno de los dos. Peter Ustinov

Quizás haya enemigos de mis opiniones, pero yo mismo, si espero un rato, puedo ser también enemigo de mis opiniones. Jorge Luis Borges

Nunca moriría por mis ideas, porque podría estar equivocado. Bertrand Russell

Lo primero es enseñar a distinguir el bien del mal. Todos somos moralistas; raramente físicos o botánicos. Samuel Johnson

Si piensas en términos de un año, siembra arroz. Si piensas en términos de diez años, planta árboles. Si piensas en términos de cien años, educa a las personas. Proverbio chino.

Las metáforas son un poderoso recurso para desautomatizar nuestro trato con la realidad. Una metáfora viva me permite ver con ojos nuevos lo que de alguna manera no veía porque se había vuelto demasiado familiar. Eduardo Piacenza

Siempre que piensas, crees o sabes, eres mucha otra gente; pero cuando sientes, no eres otro que tú mismo.  E.E. Cummings

A la gente no le interesa la escritura ni la pintura, sino la vida. La gente ha buscado siempre en el arte una corroboración ingeniosa de la vida. Francisco Umbral

Los católicos creen en un mundo ultraterreno, pero he notado que no se interesan en él. Conmigo ocurre lo contrario; me interesa y no creo. Jorge Luis Borges

La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizante tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas. Sigmund Freud

Cuando aconsejas a alguien, debe parecer que le recuerdas algo que ha olvidado, no que le señalas algo que es incapaz de ver. Baltasar Gracián

El problema con muchos de nosotros es que en nuestra juventud creemos saberlo todo, es decir, no somos conscientes de la extensión y estructura de nuestra ignorancia. Thomas Pynchon

Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema. W. Churchill

El aprendiz comienza hallando los defectos, pero el maestro en todo encuentra algún mérito. G. F. W. Hegel

Las palabras bondadosas son breves y fáciles, pero su eco es infinito. Teresa de Calcuta

No leas para refutar y contradecir, ni para creer y dar por sentado, ni para hablar y hacer discursos, lee para ponderar y reflexionar. Francis Bacon

Hasta un cierto punto, el confiar en un atento examen del uso efectivo de las palabras es el mejor camino, y en realidad el único seguro, en filosofía. P. F. Strawson

La política moderna es la guerra civil por otros medios. Alasdair MacIntyre

Hoy día para no parecer ridículo es preciso serlo. Ramón de Mesonero Romanos

Tenemos dos oídos y una boca, para que la proporción entre oír y hablar sea esa misma. Epicteto

El único signo de superioridad que conozco es la bondad. Ludwig van Beethoven

Una sociedad es grande cuando sus ancianos plantan árboles a sabiendas de que no podrán disfrutar su sombra. Proverbio griego.

Hechos de fragilidad y error, perdonémonos nuestras tonterías. Esa debe ser la primera ley de nuestra naturaleza. Voltaire

Cualquiera que tenga el poder de hacerte creer idioteces, tiene el poder de hacerte cometer injusticias. Voltaire

A la mayoría de las personas prefiero darles la razón rápidamente antes que escucharlas. Montesquieu

La verdad raramente es pura, y nunca es simple. Oscar Wilde

Todo se torna un poco diferente cuando lo proclamamos en voz alta. H. Hesse

Una gran verdad es aquella cuyo opuesto también es una gran verdad. Thomas Mann.

Un hombre honesto es más valioso para la sociedad y ante los ojos de Dios que todos los rufianes coronados que han sido y serán. Thomas Paine

La verdadera medida de un hombre está en el modo en que trata a quienes no pueden reportarle ningún beneficio. Samuel Johnson

Cada uno de nosotros tiene el cielo y el infierno en su interior. Oscar Wilde

El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad. Albert Einstein

A tu alma no le importa cómo te ganas la vida. Neale Donald Walsch

Ten en cuenta lo que vayas a decir, no lo que pienses.  Publio Siro

El talento se forma en la quietud. El carácter se forma en el torrente del mundo. Goethe

La elocuencia, en su punto de mayor intensidad, deja poco espacio para la razón o la reflexión. Apuntar directamente a los deseos y las emociones cautiva la voluntad de los oyentes y somete su entendimiento. David Hume

Ante todo, no hay que doblegarse: hay que mantener la entereza y hacerlo todo con dedicación. Es posible vivir bien en este mundo con más o menos medios, cuidando las relaciones tanto de parentesco como de amistad. Y es invalorable agradecer la ayuda recibida. Ezra Heymann

El mayor mérito del espíritu crítico es que tiende a curar el fanatismo, y es completamente natural que en estos tiempos de fanatismo el espíritu crítico tienda a desaparecer. Gabriel Marcel

Muchas cosas que se hacen pasar por idealismo no son sino odio y sed de poder disfrazados. Bertrand Russell

Cuando los niños admiren a los grandes científicos como admiran a músicos o actores, la humanidad dará el salto a otro nivel.  Brian Green

El nivel último de la descomposición moral es cuando todo es ofensivo pero nadie se ofende. R. Brault

La ignorancia afirma o niega rotundamente, la ciencia duda. Voltaire

Me gustaría ser valiente. Mi dentista asegura que no lo soy. Jorge Luis Borges

Un banquero es un señor que nos presta un paraguas cuando hace sol y nos lo exige cuando empieza a llover. Mark Twain

La democracia tiene que renacer una y otra vez en cada generación; la educación es su comadrona. John Dewey

Para no ser desgraciado hay que tratar las catástrofes como molestias, pero nunca las molestias como catástrofes. André Maurois

Nadie cotillea sobre las virtudes de los demás. Bertrand Russell.

Un demagogo es un político que propaga doctrinas que sabe que son falsas a personas que sabe que son idiotas. H.L.Mencken

Cuídate del hombre que te incita a una acción en la que él no corre ningún riesgo. Séneca

No es el juramento lo que nos hace creer al hombre, sino el hombre quien nos hace creer el juramento. Esquilo

Hay quienes mueren por un dogma, pero nadie muere por la conclusión de un razonamiento. J.H.Newman.

Las cosas pueden empeorar espontáneamente si no se hacen mejorar intencionalmente. Francis Bacon

Es siempre un error, en cualquier lugar y para cualquiera, creer en algo sin suficiente evidencia. W.K. Clifford

¿Qué cosas hacías en la infancia que convertían las horas en minutos? Ahí está la clave de todos nuestros esfuerzos en este mundo. Carl Jung

La vida es una serie de cambios espontáneos y naturales. No te resistas a ellos; eso solo genera dolor. Deja que la realidad sea realidad. Lao Tse

Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una. Voltaire

Todos tenemos la tendencia a pensar que el mundo debe ajustarse a nuestros prejuicios. Bertrand Russell

El que presenta sus argumentos de manera ruidosa e imperativa prueba con ello que su razón es débil. Michel de Montaigne

No estar absolutamente seguro es un elemento esencial de la racionalidad. Bertrand Russell

En una sociedad justa las libertades de la ciudadanía igualitaria se dan por sentadas; no están sujetas al regateo político ni al cálculo de los intereses privados. John Rawls

No eches abajo una barrera antes de averiguar para qué fue puesta. G.K.Chesterton

La ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad; es un modo profundo de espiritualidad.  Carl Sagan

¿Cómo esperar que la humanidad oiga consejos si ni siquiera oye advertencias? J. Swift.

La locura en el individuo es algo raro; en los grupos, en los partidos, en los pueblos, en las épocas, es la regla. Friedrich Nietzsche

Toda verdad pasa por tres fases: 1- Se la ridiculiza. 2- Se la niega violentamente. 3- Se la acepta como evidente. Arthur Schopenhauer

A menudo la verdad sufre más por la pasión de sus defensores que por los argumentos de sus oponentes. William Penn

Creo que Dios, cuando creó al hombre, sobreestimó sus capacidades. Oscar Wilde

En principio y en la práctica, la más rara de todas las cualidades humanas es la coherencia.  J. Bentham

El aspecto más triste del mundo actual es que la ciencia es más rápida acumulando conocimiento que la sociedad acumulando sabiduría. Isaac Asimov

La compasión es la capacidad de sentir lo que significa vivir en la piel de otro. Es saber que nunca realmente habrá paz y alegría para mí hasta que la haya para ti también. Frederick Buechner

Mi sentido de lo sagrado está vinculado a la esperanza de que algún día mis remotos descendientes vivirán en una civilización en la que básicamente el amor será la única ley. Richard Rorty

No debemos sujetar un barco con una sola ancla, ni una vida con una sola esperanza. Epicteto.

La estupidez es lo mismo que la maldad, si juzgas por los resultados. M. Atwood

La diferencia entre el periodismo y la literatura es que el periodismo es ilegible y la literatura no se lee. Oscar Wilde

Antes los libros los escribían literatos y los leía el público; ahora, los escribe el público y no los lee nadie. O. Wilde

La parte difícil de un debate no es defender nuestra opinión, sino conocerla. André Maurois

Es un signo de madurez redescubrir la seriedad con que jugábamos de niños. Friedrich Nietzsche

Deja la puerta abierta a lo desconocido, la puerta hacia la oscuridad. Es de donde vienen las cosas más importantes, es de dónde vienes tú, y es adonde irás. Rebecca Solnit

Todos tenemos selvas en nuestra mente. Selvas inexploradas, interminables. Cada uno de nosotros se pierde solo cada noche en esa selva. Ursula K. Le Guin

“Sé tú mismo” es el peor consejo que se puede dar a cierta gente. Thomas Lansing Masson

Resistimos la vorágine del conflicto histórico al apreciar la configuración articulada frente al todo indiferenciado, al acoger la escasa felicidad cotidiana y recordar a aquel dios que no está en el fuego ni en la tempestad, sino en la brisa suave que se levanta. Ezra Heymann

Cuanto más pequeño el corazón, más odio alberga. Victor Hugo

En lo fundamental, Dios no es más que un padre enfadado. Sigmund Freud

No hay razón para que el Bien no pueda triunfar sobre el Mal. Triunfar es cuestión de organización. Si existen los ángeles, espero que estén organizados como la Mafia. Kurt Vonnegut

Me niego a entrar en una batalla de inteligencia con un hombre desarmado. Oscar Wilde

El problema de hoy es que los jóvenes están demasiado ocupados enseñándonos cosas como para aprender algo ellos. E.Hoffner

El problema del mundo es que los estúpidos están seguros y los inteligentes están llenos de dudas. B. Russell

La inteligencia de una masa se calcula dividiendo la de su miembro más estúpido por el número total de individuos. E. Jardiel Poncela

Si no hubiera vivido en el País Vasco no me hubiera ocupado de algo tan estúpido como el nacionalismo. Fernando Savater

Con las piedras que con tan mala intención te lanzan tus críticos, bien podrías erigirte un monumento. Emmanuel Kant

La experiencia es una maestra brutal. Pero aprendes rápido. William Nicholson

La Biblia dice que ames a tus vecinos y también que ames a tus enemigos; tal vez porque se trata de la misma gente. G.K.Chesterton

El mayor logro al que puede aspirar la educación es la tolerancia. Hellen Keller

El hombre es generoso; renuncia a su felicidad con tal de que le dejen creer que la felicidad existe en algún otro sitio. Francisco Umbral

El gran enemigo de la verdad no es la mentira -deliberada, fabricada y deshonesta-, sino el mito -persistente, persuasivo y nada realista. J.F. Kennedy

Una mentira puede dar la vuelta al mundo mientras la verdad apenas se está poniendo los zapatos. Charles Spurgeon

La lealtad a opiniones petrificadas nunca ha roto una cadena ni ha liberado un alma humana. Mark Twain

Las opiniones que se sostienen con más pasión son las que están peor fundamentadas. Bertrand Russell

El autoconocimiento se logra conociendo a otras personas. Goethe

Nada pesa más que la compasión. Ni siquiera el propio dolor pesa tanto como el dolor que sentimos con alguien, por alguien, un dolor intensificado por la imaginación y prolongado por cien ecos. Milan Kundera

Reconocemos bien los efectos de nuestras acciones. Son las consecuencias de nuestra inacción lo que confundimos con el destino. R. Brault

El error es aceptable mientras somos jóvenes. Pero no es bueno llevárnoslo a la vejez. Goethe

Mueve más una mentira firme que una verdad pensativa. Francisco Umbral

El arte de la medicina consiste en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad. Voltaire

Hay más sencillez en el hombre que come caviar por impulso que en el que come nueces por principio. G.K.Chesterton

Las muchedumbres no han tenido nunca sed de verdad. Se desvían ante las evidencias que les disgustan, prefiriendo divinizar el error si el error les seduce. El que sabe ilusionarlas se hace fácilmente su dueño; el que intenta desilusionarlas, es siempre su víctima. Gustave Le Bon

Las disputas se multiplican como si todo fuera dudoso, pero se tratan como si todo fuera seguro. David Hume.

Si las personas supieran lo que cada uno dice del otro, no habría cuatro amigos en el mundo. Blas Pascal

Los fanáticos son pintorescos. La humanidad prefiere ver gestos a escuchar razones. Friedrich Nietzsche

Un idealista es alguien que cree que porque la rosa huele mejor que la calabaza hará también mejor sopa. Bertrand Russell

Nada es signo más seguro de error que la aprobación de la multitud. David Hume

Qué rápido acuden a nosotros las razones para aprobar lo que nos gusta. Jane Austen

Los prejuicios casi nunca se superan debatiendo. Al no estar basados en la razón, no pueden ser destruidos por la Lógica. Tryon Edwards



Michael Sugrue

Hace poco tropecé con los vídeos de las clases del historiador y profesor de Harvard Michael Sugrue (1957-2024) y quedé impresionado con la claridad de sus exposiciones sobre historia de las ideas. Quiero compartir aquí una sesión dedicada a Kierkegaard:



Opinar, pensar, actuar

Las opiniones de los miembros de ese colectivo llamado «opinión pública» suelen no estar muy elaboradas, aunque sus defensores adhieran a ellas con firmeza. 

Una opinión, en su fase más primitiva, puede no pasar de ser una simple proposición (un enunciado que puede ser verdadero o falso) acerca de hechos o valores: se está a favor o en contra de algo (pena de muerte, aborto, toros, un proyecto de ley, etc.) o se cree que las cosas son o no son de cierto modo (el coronavirus no existe, el político X es deshonesto, hay que esperar dos horas para bañarse después de comer, etc.) 

En relación con el sujeto que emite una opinión particular pueden destacarse entonces dos aspectos: la calidad de su argumentación y el grado de su adhesión a dicha opinión. 

Por calidad de argumentación me refiero a la disposición o capacidad que tiene el sujeto para ofrecer razones aceptables (es decir, verdaderas, relevantes y suficientes) en favor de lo que opina. 

La adhesión puede referirse a dos cosas: 

    1) a la disposición que tiene el sujeto para actuar de acuerdo con esa opinión, o  

    2) a su mayor o menor resistencia a cambiarla.

Es interesante notar que no hay una proporción directa entre calidad de argumentación y grado de convicción, no sólo porque evidentemente el mundo está lleno de palurdos dispuestos a matar por ideas que no entienden, sino también porque un alto grado de «argumentatividad» a veces debilita la adhesión, pues la exploración concienzuda del tema  revela que las cosas son menos claras de lo que parecían y afecta la imagen o carisma del orador, a quien la mayoría percibirá como inseguro, sin apreciar el mérito de su disposición analítica.

El proceso puede verse como sigue. En una primera fase, ingenua, hay una ilusión de claridad y hay convicción. En una segunda fase, crítica, surgen la confusión, la duda y la necesidad de reexaminar el problema. Finalmente (si hay suerte), se alcanza una nueva claridad en la que lo que parecía simple se ha representado con un mayor grado complejidad. Esta tercera fase, si se piensa bien, es una suerte de segunda ingenuidad y podrá, eventualmente, ser puesta en duda, sometida a crítica y dar lugar a un nuevo proceso. Esta es a grandes rasgos la forma del proceso racional y del pensamiento filosófico en su vertiente no especulativa.

Por tanto, nuestro punto de partida para la acción siempre es relativamente ingenuo comparado con el que pueda alcanzarse después de una nueva reflexión. Como el proceso es lógicamente infinito, nadie espera a alcanzar una posición definitiva para empezar a actuar. 

Es por ello que las «opiniones», que tanto proliferan en el mundo de las redes e Internet, deben tomarse con más o menos seriedad dependiendo de la cantidad, relevancia y certidumbre de las razones que se aportan para apoyarlas y, sobre todo, de que se usen o no como fundamentos para la acción. Cuando estas razones faltan, o son débiles, lo mejor que podemos hacer con esos puntos de vista, si el contexto lo justifica, es tomarlos como indicios probables y hacer la crítica necesaria para intentar averiguar ese grado de probabilidad (explorando las razones a favor y en contra). Estas palabras de Popper en relación con la ciencia resumen bien la idea general:

«La base empírica de la ciencia objetiva no tiene, por consiguiente, nada de «absoluto». La ciencia no descansa en una sólida roca. La estructura audaz de sus teorías se levanta, como si dijéramos, encima de un pantano. Es como un edificio construido sobre pilotes. Los pilotes son hincados desde arriba en el pantano, pero no en una base natural o «dada»; y si no hincamos los pilotes más profundamente no es porque hayamos alcanzado suelo firme. Simplemente paramos cuando nos satisface la firmeza de los pilotes, que es suficiente para soportar la estructura, al menos por el momento.»




Teoría de las teorías de la conspiración

Las teorías de la conspiración, que proliferan a través de colectivos más o menos organizados, tienen una variedad de efectos perniciosos, por ejemplo, minando la confianza de la gente en las autoridades científicas o impulsando movimientos políticos bastante peligrosos, como los de los negacionistas del cambio climático o los grupos antivacunas. Me interesa hacer una crítica que puede ilustrar un poco la importancia y la utilidad de la Lógica (desde luego, mi análisis puede aceptarse, objetarse, o directamente rechazarse).

En términos simples, una conspiración es un acuerdo entre un grupo de personas para engañar a otro grupo de personas. El engaño se sostendrá mientras los engañados permanezcan en la ignorancia de lo que realmente ocurre y, para ello, es esencial que, 1) los engañados no lleguen a darse cuenta (o no sean desengañados por terceros), y 2) que los conspiradores mantengan el secreto y no cometan errores que permitan una “filtración”

El tiempo que dura un secreto y el tiempo que se puede vivir engañado o ignorante de ese secreto son inversamente proporcionales a dos factores: el número de engañados y el número de conspiradores -dos que conspiran contra cuatro tienen más probabilidades de que la cosa dure que veinte que intentan engañar a mil. Es por ello que algunas de estas teorías son, directamente, demenciales, como la que denuncian los terraplanistas o la de quienes niegan la llegada del hombre a la Luna en 1969. No hace falta confiar en la honestidad del gobierno americano o de la NASA; es sencillamente inverosímil que miles de personas participen de una farsa colosal y nunca se sepa nada en casi 60 años. Nunca apareció un astronauta arrepentido, o una vecina de Houston a la que se lo contara la esposa de un controlador del lanzamiento. Del terraplanismo no hace falta hablar, pero hay gran cantidad de casos que podrían tratarse críticamente de manera parecida.

Lo anterior no niega que en las “altas esferas”, o en todas las esferas, no haya gente capaz de conspirar, mentir, robar o aprovecharse de la desgracia ajena; lo que se niega es que una reunión de canallas pueda orquestar una impostura universal, borgiana. Tampoco se niega que pueda haber conspiraciones menores o acuerdos secretos para beneficiarse de un público incauto -de hecho, un vasto público incauto es el santo grial de muchos negocios. Pero estas son las conspiraciones usuales, de duración limitada y siempre expuestas, por ejemplo, a los escrúpulos o indiscreciones de los conjurados, a la suspicacia de las víctimas o a la sagacidad de un periodista honrado. Las otras son sólo mitologías promovidas por el aislamiento y el tedio de gente que pasa demasiado tiempo en la red.  

 


Progreso y progresistas

El término "progreso" se presta a confusión por dos causas, una relativa a su significado “natural” (progresar como “mejorar”, evolucionar en sentido positivo en cualquier proceso) y otra relativa a su significado histórico-filosófico (progreso como característica del proceso histórico, es decir, la historia moviéndose inexorablemente en sentido positivo, con independencia de nuestros propósitos particulares). El adjetivo “progresista”, por su parte, se beneficia de la valoración que se adscribe al sustantivo: si el progreso es algo positivo, el progresista estará en lo correcto, y cualquier crítico de sus posiciones estará equivocado, será obtuso, malintencionado, etc. Es bueno tener en cuenta que casi cualquier término del discurso político está distorsionado por toda una tradición de usos interesados, distorsión que se produce de dos modos: difuminando la forma conceptual y dando carga emotiva (positiva o negativa) a la mera palabra (que gana poder de estímulo en la medida en que pierde significado). Una de las tareas de la Filosofía es detectar e intentar aclarar estas perversiones.

Respecto al uso que podemos llamar “natural”, debemos aclarar tres cosas sobre cualquier acción que se presente con pretensión de progresista: 1) Debe justificarse el fin al que apunta el progreso que se persigue: ¿Seguro que queremos ir hacia allí? ¿Estamos todos de acuerdo?; 2) Deben instrumentarse los medios de la acción de manera que sean lícitos y eficaces; 3) Deben preverse las posibles consecuencias indeseadas de la acción progresista. No basta con decir que una política es progresista: hay que presentarla razonablemente justificada a la luz de estos tres aspectos.

En relación con su significado filosófico, la noción de progreso tiene una connotación peligrosa, y ésta es su supuesta objetividad. Si respecto al uso natural planteamos unas reglas científicas o de sentido común para asegurarnos de que la práctica suponga realmente un progreso (por ejemplo, cuando queremos que progrese la salud de un paciente o el desempeño de un alumno), en el uso histórico-filosófico se hace referencia al progreso como un hecho garantizado, y no como una posibilidad que depende de nuestro trabajo, cautela y responsabilidad. Esta noción metafísica, propia de la Ilustración, es el fundamento de la fe marxista y configura también en gran medida los modos de pensar y actuar de la izquierda no marxista. El marxismo entiende que el progreso es inevitable y que, por ejemplo, cualquier reserva moral frente a la crudeza de ciertos actos revolucionarios no es sino una manifestación de la “moral burguesa” que reacciona automáticamente oponiéndose al cambio histórico. La única moral “verdadera” es la del revolucionario, el hombre que acompaña el progreso tratando de acelerarlo y quitarle obstáculos mediante acciones que, aunque algunas sean reprobables desde una perspectiva cristiana o burguesa (mentir, robar, matar), resultan actos de bondad cuando se comprende que sirven para abreviar el tiempo de opresión y sufrimiento de las clases trabajadoras. Algo así como matar a Hitler: es un acto malo en abstracto, pero objetivamente bueno a la vista de sus consecuencias.

De esta manera, es necesario distinguir a aquellas personas que para hacer progresos piensan en la dirección, medios y consecuencias de sus actos (que es como deberían gestionarse los cambios en una democracia racional), de aquellas personas que para hacer progresos sencillamente se integran en la “causa del progreso”, ya sea un partido, un movimiento o una asociación civil. Esta es la clave para entender cómo se desarrolla la banalidad del progresismo: hay que formar parte del grupo y, una vez en él, ya estamos en el lado correcto de la historia, sólo resta ir aprendiendo el lenguaje, las consignas y los rituales de “activismo” (manifestaciones, sentadas, etc.) que nos integrarán al grupo.  Ser críticos, en cambio, es peligroso, porque el grupo ofrece sentido de pertenencia (y probablemente cargos) a cambio de lealtad, y la lealtad se demuestra siguiendo la corriente, acatando las órdenes y exhibiendo todos los signos exteriores exigidos, desde los slogans hasta los tatuajes y peinados. Nótese que la coherencia del marxismo dependía del apego a la teoría, lo que podía generar luchas por la ortodoxia y, en consecuencia, juicios por herejía y destierros a Siberia, pero la coherencia del progresismo no se alcanza por la teoría ni por el pensamiento, que son potencialmente críticos e insumisos, sino por mimetización, adoptando el “rol” que se requiere: indignación frente a los rivales, simpatía gestual con los menos favorecidos (meramente gestual, porque tomarse las cosas en serio, repetimos, es peligroso) y, sobre todo, mucha cara dura cuando se les señalen sus mentiras o errores. El método del progresismo consiste, por tanto, como se ha dicho, en borrar distinciones, de tal manera que cualquier cosa que se diga pueda significar cualquier otra que se quiera interpretar a posteriori, en favor propio o en contra del adversario. Tampoco se necesitan criterios claros para identificar a los grupos sociales o políticos: si está con nosotros (o sea, si adopta las poses y consignas correspondientes), es progresista, pero si nos critica, es un facha. De nuevo, pensar es complicarse la vida política; son mucho mejores la propaganda y las canciones de protesta, pues se trata de que la gente sienta, no de que piense.

El problema, o uno de ellos, es que esta forma de proceder acaba por deteriorar el propio entendimiento de quienes lo practican. Eso explica por qué los partidos de esta tendencia incorporan tanta gente manifiestamente incapaz y por qué sus gobiernos son cada vez más escandalosamente ineficientes.

La racionalidad se basa en la comunicación, la comunicación se basa en la aceptación y el respeto por el otro, y la democracia se define como un proyecto de convivencia que solo puede gestionarse mediante el debate más honesto e inteligente posible. En consecuencia, mientras este progresismo vacío no recupere o encuentre el respeto por la verdad y el diálogo, seguirá llevando a la vida política de los países por un curso de conflicto y decadencia.





Lo incomunicable

Con un sentimiento puede pasar lo mismo que con un dolor de muelas: 1) Lo estamos teniendo ahora, lo sufrimos de hecho o, 2) no lo tenemos, pero somos capaces de empatía porque lo hemos tenido o, 3) no lo hemos tenido nunca y no somos capaces de empatía (no “entendemos”). Cabe destacar que incluso en los casos de empatía, el conocimiento de los estados internos de otro es sólo una suposición que hacemos sobre la base de verbalizaciones: alguien nos dice que le duele la muela, pero nunca sabremos si ese dolor es como el que nosotros recordamos haber padecido. Para poder entender algo hace falta que sea accesible para todos, y si es una experiencia privada, lo único que podemos entender es el conjunto de sus manifestaciones exteriores. Entender es reconocer estructuras y captar relaciones; un dolor, o un sentimiento, son percepciones puras que no pueden analizarse.

Este es un problema serio cuando se quieren entender ciertos estados anímicos que afectan profundamente a las personas, un problema que se relaciona con el esfuerzo por conocer las enfermedades mentales. Hablamos a veces de “estar deprimidos” como si fuera un sentimiento más o menos común que todos hemos sentido alguna vez, pero seguramente tiene poco que ver con lo que padecen quienes sufren sus formas más severas. Probablemente usamos un mismo nombre para cosas cualitativamente distintas.

Algo similar sucede con los sentimientos religiosos. Dos personas pueden decir que creen en Dios sobre la base de un determinado sentimiento, pero no tienen forma de comprobar de qué están hablando exactamente (algo distinto a creer en Dios por motivos racionales, caso bastante más raro). Sin embargo aquí, como el creyente no pretende un conocimiento universal, puede tal vez aceptar que su relación con Dios sea individual y quizá distinta de la que tienen otras personas.

Los estados subjetivos privados son muy importantes para nosotros (lo que sentimos por otras personas, por ejemplo) pero, por el hecho de ser privados, no siempre valen como argumento. El amor de una madre por su hijo puede justificar o hacer comprensibles algunas conductas, pero el supuesto amor a la patria de algún exaltado no puede tomarse demasiado en serio. Para convivir necesitamos comunicarnos, y para comunicarnos tenemos que ser cuidadosos con el valor que damos a lo incomunicable.




Filósofos importantes

 Buscando material audiovisual sobre filosofía encuentro unos programas de televisión presentados por un señor José Pablo Feinmann. Elijo un capítulo dedicado a Heidegger títulado "Por qué Heidegger es el filósofo más importante del siglo XX" y la primera frase que emite el presentador es: "Que Heidegger fue el filósofo más importante del siglo XX es absurdo negarlo; nadie lo va a negar". Con esta apertura ya tenemos razón para no seguir prestando atención, pues lo que parece absurdo es justificar algo que se juzga innegable o, casi igual, declarar innegable de entrada algo que se va justificar a continuación dedicándole un programa completo de TV. Lo más triste es que a pesar de todo Feinmann no se ocupa en ningún momento de responder la pregunta que titula su vídeo.

Si uno adopta la estrategia argumentativa benevolente de "pase y sírvase", en la cual nos toca a nosotros el trabajo de tomar del discurso del otro los argumentos que justifiquen sus afirmaciones, entonces parece que la importancia de Heidegger depende del hecho de que Ser y Tiempo rompe con las filosofías basadas en la teoría del conocimiento, las "filosofías en las que hay siempre un sujeto y un objeto". También parece considerarse importante que Heidegger haya recuperado la pregunta por el ser. Pero no hay más. Si uno ve el programa, queda claro que a Feinmann le gusta mucho Heidegger, pero no llega a entender por qué es el filósofo más importante del siglo XX. Lo de Feinmann es una chapuza, pero invita a pensar qué significa en realidad decir que un filósofo es "importante"o, "el más importante".

Algún sentido tiene el adjetivo "importante" aplicado a filósofos. Mientras que elegir "el más importante" resulta difícil y arriesgado, no nos sentiríamos muy incómodos si se nos pidiera nombrar a algunos de los más importantes. Seguro que habría listas variadas en cuanto al tipo de los filósofos incluidos: Heidegger, Russell, Wittgenstein, Sartre, Quine, Searle... Habría quien exigiría que figuraran marxistas, como Lukács, Gramsci o Althusser. Habría quien, de hecho, sólo incluiría marxistas, o sólo analíticos, o sólo existencialistas. Los argumentos para determinar quién es importante flotarían de manera más o menos implícita detrás de esas selecciones. A mí, como respuesta espontánea a la provocación, se me ocurrió que Wittgenstein era más importante que Heidegger. En un ranking hecho por alguien sobre los filósofos "más importantes" de la era moderna -entrecomillado del autor- (http://leiterreports.typepad.com/blog/2009/05/the-20-most-important-philosophers-of-the-modern-era.html) el primero del siglo XX es Wittgenstein, seguido por Frege y Russell. En otro foro(http://ar.answers.yahoo.com/question/index?qid=20070811162445AAeyYTF) la gente ofrece tríos: Heidegger, Levi-Strauss, Foucault; Russell, Sartre, Kuhn; Gramsci, Russell, Sartre; etc.

Esto es lo que James llamaba una "disputa meramente verbal": no se puede responder si no se fija el criterio de lo "importante". Se me ocurren tres.

El primero, quizá el menos aceptable, sería el de la popularidad, la fama en relación con el gran público. No estoy seguro, pero es muy probable que el autor más visto, oído y comprado (tal vez hasta leído) sea Russell. Escribió acerca de todo y en todos los formatos, desde el tratado hasta el artículo de periódico, aparte de aparecer en medios no escritos como la conferencia, la radio o la TV. Muy cerca, como "filósofo masivo", debe estar Sartre, altamente cotizado en su época, aunque menos legible para el público general.

Otro criterio es el de la influencia para la historia de la filosofía. Aquí hay que aclarar en qué consiste esa influencia. Digamos que el autor es seguido, en su método y/o en sus problemas, por un número mayor o menor de filósofos, dando lugar a lo que se llama metafóricamente una "escuela". Cuando los historiadores intentan esquematizar las dependencias mutuas suele haber protestas de parte de los esquematizados que aún viven y pueden protestar pero, grosso modo, se puede decir que Heidegger tiene un rol fundamental para el existencialismo y la fenomenología, tal como Russell y Wittgenstein lo tienen para la filosofía analítica. Ahora bien, habría que ver cuál de las dos escuelas es más "importante" para decidir, a su vez, la importancia de sus padres promotores. Nótese, sólo de paso -y es gracioso-, que Russell ya encaja en dos criterios.

En tercer lugar, estaría la influencia del autor en las ideas más allá de la filosofía. Este sería la razón que hace, en el siglo XIX, a Comte más importante que Hegel y, en el XX, a Lenin más importante que Heidegger (pero quizás no más importante que los lógicos que posibilitaron la informática).

Para terminar, vale la pena mencionar un cuarto criterio. Es simplemente, el criterio de la verdad o plausibilidad de la obra del autor en cuestión. Para un marxista el filósofo más importante de la historia de la filosofía es Marx, y un cristiano destacará como más importantes a San Agustín, Santo Tomás o Maritain. Desde luego, sin un cierto anclaje dogmático este punto de vista es imposible.




La especie gregaria

Hay una paradoja básica de la especie humana: somos seres gregarios pero, al mismo tiempo, ese espíritu de grupo o instinto social no excluye una actitud más o menos beligerante con grupos diferentes. Podemos ser cooperativos con los nuestros, pero somos competitivos, indiferentes o agresivos con los demás. La paradoja se produce cuando ponemos en el mismo plano esa abstracción llamada Humanidad con la realidad concreta de una especie fragmentada en pueblos, tribus o naciones que intentan avasallarse mutuamente y que, en consecuencia, viven una historia caracterizada por la guerra y la opresión.

La distinción entre “Nosotros” y “Ellos” es seguramente una de las operaciones fundamentales de los grupos primitivos. Esa distinción habrá evolucionado probablemente a partir de una mucho más básica entre Nosotros y cualquier forma de vida animal no familiar, por tanto, potencialmente peligrosa. Y los animales que intuimos como más peligrosos son los que, aun pareciéndose a nosotros, difieren en aspectos significativos, como el habla o el color. ¿Por qué reconocer como “semejantes” a esos seres? ¿Qué sentido tendría obviar las diferencias y dar por sentado que esos extraños son esencialmente iguales a nosotros? Aunque la operación mental fuera posible en estadios primitivos, sería quizás arriesgado basarse en ella para proceder pacíficamente y sin tomar precauciones.

En el concepto de progreso nunca se ha tomado en cuenta el atraso que supone la persistencia de esta desconfianza primitiva. Progresa la capacidad de controlar y explotar la naturaleza, más allá de lo que necesitamos, pero seguimos siendo desconfiados y violentos como en la Edad de Piedra, negándole -de manera implícita o explicita- derechos y dignidad (humanidad, en suma) a cualquiera que esté fuera de nuestro ámbito de relaciones normalizadas. 

Actitud muy ingenua y peligrosa para una especie que vive en contacto cada vez más estrecho en un mundo cada vez más pequeño.




 

Desacuerdos profundos

El ideal lógico abstrae dimensiones importantes del discurso. Una de ellas es la función de la identidad: buena parte de nuestros ejercicios de comunicación no son una búsqueda desinteresada de la verdad (en la que cada una de las partes pone en juego lo mejor de sus recursos racionales y de sus facultades expresivas) sino una reafirmación personal. Y esta reafirmación no es puramente individual sino, ante todo, social. Los individuos suelen adquirir su valores en su formación como miembros de un grupo, por lo que la forma más habitual de reafirmación se apoya en la pertenencia, no en la estricta individualidad (aquí se entiende bien la protesta de Nietzsche contra cualquier moral "de rebaño").

No es solo que aprendamos los lenguajes dialogando y luego lo usemos para nuestros propósitos individuales. Esto describiría la situación en nuestra cultura hasta cierto punto. Se espera de nosotros que desarrollemos nuestras propias opiniones, puntos de vista, posiciones, hasta cierto punto mediante la reflexión solitaria. Pero no es así como funcionan las cosas respecto a ciertos temas importantes, tales como la definición de nuestra identidad. Ésta siempre la definimos en diálogo con, a veces en lucha contra, las identidades que nuestros otros significativos [significant others] quieren reconocer en nosotros. Y aun cuando hayamos ido más allá [outgrow] de algunos de ellos –nuestros padres, por ejemplo– y aunque desaparezcan de nuestras vidas, la conversación con ellos continúa a lo largo de nuestra existencia (Taylor, The ethics of authenticity, 2003, pág. 33).

 ¿Qué clase de comunicación se establece entre individuos que pertenecen a grupos diferentes? Si prima una ética de la reafirmación, es probable que los interlocutores no intenten avanzar por un proceso de argumentación que iría en el sentido de relativizar las posiciones de origen (en la medida en que para que la comunicación funcionara tendría que buscarse un acuerdo que, a su vez, necesitaría una base común, más universal y, por lo tanto, potencialmente crítica).

Tenemos una clase muy diferente de desacuerdo cuando este surge de un choque entre principios subyacentes. Bajo estas circunstancias, puede ser que las partes que discuten no estén sesgadas, no tengan prejuicios, sean consistentes, coherentes, precisas y rigurosas, y aun así estén en desacuerdo. Y en desacuerdo profundo, no sólo marginal. Ahora, cuando yo hablo de principios subyacentes pienso en lo que otros (Putnam) han llamado proposiciones estructurales [framework propositions] o lo que Wittgenstein tendía a llamar 'reglas'. Tenemos un desacuerdo profundo cuando la discusión se genera por un choque entre proposiciones estructurales (Fogelin, "The Logic of Deep Disagreements", Informal Logic, 1985, pág. 5).

 Sin embargo, debemos reconocer que siempre es un gran avance que un debate nos lleve a aclarar nuestras “proposiciones estructurales”, aunque no lleguemos a ponernos de acuerdo con nuestro interlocutor. Desgraciadamente, es mucho más frecuente que el desacuerdo en las discusiones se manifieste en el nivel de las proposiciones superficiales y lleve casi inmediatamente a la ruptura de la comunicación, no solo porque el desacuerdo puede revelar cierta filiación ideológica (y, por tanto, “no se puede hablar con esta gente”), sino porque en realidad los interlocutores nunca han ido más allá de la adhesión irreflexiva a consignas de carácter más bien retórico.

 


Tomarse en serio la complejidad: el caso de la controversia sobre el aborto

Aquí no pretendo exponer mi posición sobre este tema, sino solamente utilizarlo como ejemplo de un “problema complejo” que solo puede afrontarse de manera analítica, desconfiando de posiciones dogmáticas y soluciones simples.   

Si algo caracteriza la controversia en torno al aborto es su complejidad. Para ser más exactos, los elementos que entran en juego en la controversia (conceptos, valores, circunstancias típicas, etc.) forman un entramado complejo. La controversia en sí misma, lamentablemente, tiende a simplificarse en posturas antagónicas en las que hay más vehemencia que análisis; muchos partidarios o detractores del aborto intencional se comportan como si su posición fuera obviamente correcta y las demás fueran absurdas -con la consiguiente descalificación sobre las personas que las sostienen. Lo primero que se debe reconocer es que no todos los problemas tienen una solución única y perfecta y que en asuntos humanos nos vemos constantemente obligados a invertir mucha reflexión para elegir, con suerte, lo menos malo.

Todas nuestras decisiones, deberían seguir un proceso racional, esto es, al decidir deberíamos buscar cierta información, valorarla, proponernos algunas alternativas, intentar predecir consecuencias de cada una de ellas y, finalmente, elegir y actuar.

Cuando hay una sola respuesta correcta, el proceso es lineal, pero con mucha frecuencia elegir supone sopesar opciones que entrañan ventajas y desventajas, y siempre cabe la posibilidad de que nuestra información sea incorrecta o insuficiente, de manera que, a posteriori, podemos encontrarnos en esa molesta situación en la que comprobamos que la mejor opción era otra.

La decisión se complica aún más cuando no se limita a asuntos prácticos, sino que implica consideraciones éticas, es decir, valores. Aquí, a la incertidumbre que nos genera la imposibilidad de tener toda la información relevante se agrega un factor de discordancia: no todos los valores se comparten con todo el mundo con el mismo grado de adhesión o con la misma prioridad en relación con otros valores.

Otro elemento que se añade al cuadro de complejidad es el hecho de que la decisión puede afectar a más de una persona y puede hacerlo de diferentes maneras sobre cada individuo. A veces se sabe que el resultado será igualmente costoso o beneficioso para todos los que forman el colectivo, pero en ocasiones está claro que hay uno o más que cargarán con la mayor parte del peso de las consecuencias (lo cual no quiere decir que los menos afectados no tengan derecho a intervenir en la decisión).

En este esquema tendríamos entonces tres aspectos a tomar en cuenta: 1) el aspecto “epistemológico”, relativo a la selección de información y previsión de consecuencias (aquí las posiciones son neutrales porque los criterios de decisión son más o menos universales, al estar basados en fuentes de conocimiento general, como la ciencia); 2) el aspecto ético, relativo a la diversidad o a la diversa priorización de los valores que puedan estar implicados en la decisión y; 3) el aspecto práctico-dialéctico, que vincula la posición de cada uno de los que participan en la deliberación con las consecuencias prácticas de la decisión (por decirlo así, el derecho de opinar de cada uno en función del impacto que la decisión tenga sobre él). No es difícil ver que cuando se trata del aborto, el “espacio” de la decisión presenta una gran complicación.

Dejando de lado los hechos sobre los que uno debería informarse (desde la biología del embrión hasta los temas sociales o legales), vemos que los valores relacionados con el aborto exigen aclaración. Que la vida humana es un valor supremo es algo que pocas personas de este lado de la cárcel negarían, pero afirmar este valor abre de entrada dos discusiones: 1) el significado de “humano” referido al embrión cuyo desarrollo se pretende suspender, 2) la tensión entre ese valor y otros que también están en juego, en particular el derecho especial de la madre a decidir sobre algo que la afecta de manera trascendental (o, puesto de otro modo, el derecho de la madre a que otros no decidan por ella). Esto solo de entrada, pero también tratamos de valores cuando debatimos sobre los MOTIVOS para el aborto: riesgo mortal para la madre, embarazo producto de violación, malformaciones del feto, consecuencias económicas/sociales, etc. No todos los motivos tienen el mismo peso: salvar la vida de la madre puede generar acuerdo, pero pocos aprobarán un aborto por razones estéticas. Y la discusión sobre el tipo de alteraciones del feto admisibles como justificación podría llegar a ser altamente intrincada (alteraciones físicas o mentales, diagnosticadas o probables, etc.)

Para terminar, hay que pensar en quiénes resultan afectados y cómo participan de la decisión. Debe considerarse, por una parte, al “niño en potencia”, que es el objeto directo de dicha decisión y que da lugar a una controversia especial sobre su estatus jurídico (en algunas legislaciones existe el “feticidio”, distinto del infanticidio); a la madre, que tiene la mayor responsabilidad sobre la decisión; al padre; a la familia más inmediata (padres de ella especialmente) y, finalmente, al Estado, que debe proteger los derechos e intereses de todos y, por tanto, debe fijar el marco general para proceder en estos casos (basándose en los resultados de un examen cuidadoso de todo lo anterior y, seguramente, más).

La racionalidad exige evitar caer en dos extremos: la complicación de lo simple y la simplificación lo complejo. Lo primero da lugar a una pérdida de tiempo, pero lo segundo es más grave: genera polémicas exasperadas que desgastan las relaciones interpersonales y, en último término, conduce a decisiones equivocadas.






Tomarse en serio las palabras

Supongamos que alguien tiene un amigo al que considera “su mejor amigo”. La relación es normal y se mantiene activa, con barbacoas regulares, salidas en familia y partidos de tenis. Nunca le ha hecho falta hacer distinciones conceptuales entre esa relación y la que tiene con otros amigos, ni ha tenido que reflexionar, por ejemplo, sobre las diferencias que hay entre amistad y parentesco desde el punto de vista afectivo y ético. Pero si un buen día el amigo le falla, porque no hace lo que se espera de un amigo, puede ser que se produzcan reflexiones que podríamos ver de algún modo como girando en torno a una “teoría de la amistad”. Si la reflexión es seria, pueden entrar en juego nociones como “deber”, “interés”, “justicia”, “afecto”, junto con algunos axiomas o premisas morales más o menos arbitrarios que las conjuguen. Este individuo habrá empezado a filosofar.

Filosofar es tomarse en serio las palabras. Cuando los diccionarios intentan ofrecer el significado de un término lo que hacen es recoger las connotaciones típicas en el uso que se hace de ellos, es decir, las notas, rasgos o características que permiten identificar la categoría de los objetos a los que alude la palabra. Cuando oímos o leemos, por ejemplo, un sustantivo que conocemos, lo asociamos a las notas correspondientes y tal vez lo ilustramos con una imagen de nuestra memoria. Leemos “mesa” y pensamos en una tabla cuadrada con cuatro patas, o pensamos en la mesa de nuestro comedor. Cuando buscamos en el diccionario el significado de una palabra que no conocemos, a la inversa, construimos el objeto con la descripción que se nos da (o bien identificamos la palabra con un objeto que conocíamos sin saber su nombre).

Ahora bien, si la palabra es parte del vocabulario de algún campo de estudio formal, entonces tendremos normalmente una definición, en sentido estricto, es decir, una lista de características invariable que no puede asociarse a ninguna otra clase de objetos. Tomando el ejemplo de Carnap, diríamos que la definición de artrópodo como “animal con cuerpo segmentado, extremidades articuladas y cubierta de quitina” quiere decir que un objeto es un artrópodo si y solo si tiene esas características: si faltara alguna, recibiría otro nombre; si tuviera otro nombre, sería otra cosa. Esto sirve, precisamente, para evitar “equívocos”, o sea, para no cometer el error de aplicar la misma voz a distintas cosas. No es necesario advertir que “equivocarse” en ciertas disciplinas, como el derecho o la medicina, puede tener consecuencias catastróficas. El otro inconveniente sería usar distintas palabras para referirnos a lo mismo (usar sinónimos); no sería tan grave como lo anterior, pero sería una proliferación inútil y poco práctica del léxico.

El lenguaje riguroso de las disciplinas formales nos sirve de contraste para evaluar el lenguaje cotidiano. A diferencia del anterior, el lenguaje cotidiano es impreciso y fluctuante. ¿Es esto algo malo? En principio, no. La vida real requiere flexibilidad y adaptabilidad expresivas, y no sería práctico intentar definiciones exactas de cada palabra antes de empezar a hablar o actuar. Si el enamorado se decide a dar el paso y dice “te quiero” a su amada, habrá apelado a una palabra estándar para este tipo de situaciones sin intención de aludir a una connotación cerrada y perfectamente “decodificable”. De hecho, ha elegido una de las palabras menos unívocas del idioma (en otros idiomas, por cierto, hay que aclarar CÓMO se quiere, a riesgo de resultar atrevido u ofensivo: en italiano “ti voglio bene” es muy distinto a “ti voglio”). En la vida diaria los significados no dependen solo del lenguaje verbal, sino que se apoyan en el contexto de experiencia interpersonal que nos ahorra tener que hablar demasiado o dar explicaciones.

Sin embargo, es obvio que no todos los contextos son iguales ni todos los temas pueden tratarse con la misma economía verbal. El lenguaje cotidiano es suficiente cuando se limita a cumplir una función práctica en una situación estable. Wittgenstein tenía el ejemplo del albañil diciéndole al ayudante: “ladrillo”; en un caso así no hace falta más, incluso bastaría un gesto. Pero si la situación se complica, la comunicación tiene que volver al lenguaje explícito, y con frecuencia las complicaciones van a exigir un nivel de articulación y precisión bastante alejado de los sobreentendidos que nos orientan en la comunicación del día a día. La filosofía no es tanto una especialidad intelectual a cargo de unos pocos profesionales, sino una facultad que todos los seres humanos ejercemos cada vez que tenemos que aclarar esa construcción lingüística compartida que es nuestro mundo.












Homo philosophicus

Quiero defender la idea de que los seres humanos, por detrás de nuestras otras formas de lidiar con la realidad, somos esencialmente filósof...