Las discusiones filosóficas en torno a la noción de “razón”
ocupan un lugar central en diversas disciplinas, desde la antropología
filosófica hasta la filosofía de la ciencia y la economía. Una tradición que se remonta a Aristóteles define
al hombre como el animal dotado de razón y estudia la relación de este rasgo
esencial dentro del conjunto de otras facultades (razón y fe, razón y pasiones,
etc.)
Por su parte, la filosofía moderna, que da un lugar
preferente al problema del conocimiento, restringe el enfoque al estudio de las
funciones de la razón vinculadas a la ciencia (epistemológicas), a su análisis
y al examen de su relación con la experiencia. En toda esta historia, la razón
es vista como facultad de un sujeto abstracto, es decir, se describe ante todo
como un potencial colectivo más o menos realizado (en la acumulación del
conocimiento científico, por ejemplo). Que el hombre sea racional significa que
posee una capacidad, no que la ejerce de hecho. Todo el proyecto de la
Ilustración consiste en la idea de que los males de la sociedad podrán
remediarse recurriendo a esa capacidad universal, igual en todos los tiempos y
lugares. La racionalidad del sujeto abstracto no asegura la racionalidad del
sujeto empírico. Para las ciencias sociales, la razón como atributo del ser
humano en general (es decir, como rasgo antropológico) no basta para explicar
la racionalidad como atributo de las conductas concretas, es decir,
interpersonales, sociales e históricas[1]. Lo que debe decidirse es qué se
entiende por conducta racional, de manera que la racionalidad se busque en
acciones observables, medibles y comparables, y no en características
psicológicas o trascendentales que no se adaptan a los requisitos de
verificación de la ciencia moderna.
Ahora bien, esta conducta observable corresponde
necesariamente a un sujeto empírico individual, de carne y hueso. La filosofía
y la sociología clásicas, en particular las procedentes de Hegel y el marxismo,
han tenido tendencia a postular misteriosas entidades que parecen actuar como
sujetos autónomos más allá de los propósitos de los individuos: el espíritu del
pueblo hegeliano, la mano invisible de Adam Smith o la conciencia de clase de
Lukács, por ejemplo. Estas entelequias suelen emplearse en dichas literaturas
como claves de interpretación de cualquier fenómeno particular, de modo que es
la conducta individual la que resulta explicada por el ente o principio
postulado, y no al revés. De esta manera, la conducta delictiva espontánea, por
ejemplo, puede considerarse una manifestación revolucionaria y el trabajo a
favor de las clases necesitadas puede verse como un comportamiento
“objetivamente” burgués. En ambos casos se considera el fenómeno particular
dando por sentados unos procesos o estructuras de los que se supone forma
parte. Para Marx, curiosamente, el acceso a estos entes trans-individuales era
lo que marcaba la diferencia entre un modo científico y un modo vulgar o
utópico de ver la realidad.
En parte por corregir estos excesos, en parte por cumplir
con un empirismo entendido de manera más clásica, en las ciencias sociales del
siglo XX empieza a privar el individualismo metodológico: así como
desarrollamos el conocimiento de una realidad alejada de nuestra experiencia
inmediata (como los fenómenos atómicos o cósmicos) desde el punto de
observación en que operan nuestros sentidos, así también hemos de considerar
los fenómenos sociales a partir de los fenómenos de comportamiento individual.
Sin embargo, este individualismo metodológico no nos
comprometería con un individualismo ontológico. Puede aceptarse perfectamente,
desde dicho método, que más allá de su sustrato biológico el individuo es
enteramente el producto de una sociedad, de una cultura y de una historia, y
que cada manifestación individual puede vincularse siempre con algún fenómeno
precedente en esos niveles. Sólo que esta precedencia ontológica de lo social
no autoriza a una precedencia lógica en la que se presenten dichos fenómenos
como premisas del discurso, esto es, lo social como mejor conocido que lo
individual, el todo como mejor conocido que las partes. Tal procedimiento puede
funcionar únicamente dando un salto puramente especulativo.
[1] Hegel elimina la dicotomía entre una razón acabada
individual y una conducta social e histórica concretas proponiendo la razón
como atributo en desarrollo de un sujeto universal (el Espíritu).