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Credibilidad, ingenuidad y espíritu científico

Según algunos autores, la relación entre la credibilidad de una fuente y la argumentación se expresa en el hecho de que, a mayor credibilidad del orador, menos disposición a entrar en un proceso argumentativo por parte del auditorio. A la inversa, entre menos creíble sea la fuente, más “en guardia” estará el auditorio contra ella y más pronto a “pedir explicaciones”. Ahora bien, en ese enfoque está implícita la posibilidad de que el auditorio sea capaz de contraargumentar, esto es, de que tenga los conocimientos necesarios para entender los argumentos que se le presentan y poder así criticarlos, objetarlos, refutarlos (o apoyarlos críticamente).

Pero credibilidad no implica siempre comunidad de conocimiento entre el proponente y su auditorio, antes bien, podríamos considerar la hipótesis contraria. La credibilidad es una cualidad de la fuente, no del discurso, y sólo puede ser relevante para quienes, por alguna razón, no pueden valerse por sí mismos en la evaluación de éste. Esta aceptación acrítica ocurre cuando el oyente no es desde su posición capaz de entender las razones que se le dan para que acepte una determinada tesis, pues estas razones no corresponden a su campo de conocimiento y el esfuerzo por entenderlas rebasaría sus disposiciones. Así sucede con el creyente que no capta razones teológicas, el paciente que no entiende razones médicas o el cliente del taller que no comprende razones mecánicas; casos no homologables al del estudiante de teología, de medicina o de mecánica, quiénes quizá no entiendan determinados asuntos en ciertas fases de su proceso de formación, pero se espera que lleguen a entenderlos. Cabe preguntarse, en este sentido, por el modo en que se constituyen las autoridades a través de los actos y actitudes de los participantes en el proceso de su constitución. La Iglesia en un tiempo, y hoy en día la ciencia, han funcionado como productoras de un sistema discursivo justificador de muchas de las verdades que afectan al hombre corriente, quien las acepta sobre la base del solo prestigio de sus fuentes.

Más interesante es quizás el caso en el que el auditorio es capaz de reconocer el lenguaje del argumentador y dar por buenas las premisas que se ofrecen en apoyo de determinadas tesis, pero no es capaz de desentrañar el auténtico sentido de aquéllas. Es un ritual de aceptación dogmática de la doctrina. Y no se trata del caso en el que se comparten principios que se saben indemostrables, como axiomas, sino de la adopción de unos usos lingüísticos en los que se permite la “argumentación” en un sentido puramente positivo, consintiendo el análisis sólo a condición de que sus resultados acumulen nuevas proposiciones al arsenal verbal, pero evitando la solución de ambigüedades y la aclaración de términos, operaciones que tenderían a restringir la movilidad dialéctica de los usuarios.

Es quizás en este punto donde el espíritu científico diverge del político o el metafísico. El político no quiere que su discurso le cierre puertas o lo comprometa innecesariamente (y le vienen bien los beneficios de las apelaciones emotivas que en él puedan contenerse). El metafísico no quiere renunciar al carácter sugerente o al valor retórico de algunas de sus formulaciones, cuyo poder parece residir en su vaguedad metafórica o, a veces, en su resuelta ininteligibilidad. La precisión a la que se obliga la ciencia constituye sin duda un aspecto básico del “criterio de demarcación”. Y constituye en general el rasgo esencial de toda investigación o reflexión honestas.



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