Como sucede con otros términos, la palabra "revolución" se ha cargado de significados que quienes la usan por lo general no critican. "Revolución" sugiere más de lo que significa.
Una revolución es, en general, un tipo de transformación histórica. Se suele contrastar este concepto con el de "evolución" para dar a entender el carácter especialmente "radical" de esa transformación. El diccionario de la RAE dice, breve como suele: "Cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación." Del Random House Dictionary se obtienen, entre otras, estas dos acepciones: "Repudio y sustitución de un gobierno establecido o de un sistema político por parte del pueblo gobernado" y, como acepción sociológica, "Cambio radical y generalizado de una sociedad y de su estructura, especialmente cuando es súbito, a menudo acompañado por violencia." En Ferrater Mora, resumiendo la concepción política general del término, se lee este galimatías: "Cambio súbito destinado a establecer un nuevo orden o a restablecer, por medios violentos, un orden anterior estimado más justo o adecuado". Cabe suponer que se quiere decir: "Cambio súbito destinado a establecer o restablecer, por medios violentos, un orden estimado más justo o adecuado". Más interesante es lo que cuenta el Harper etimológico: "Fines del s. XIV, especialmente aplicado a cuerpos celestes. Hacia mediados del s.XV se usa en el sentido de 'momento de gran cambio en los asuntos'. El significado político proviene del francés, hacia fines del XVII, y se aplicó especialmente a la expulsión de los Stuart en 1688."
Los rasgos que aparecen recurrentemente en estas y otras aproximaciones apuntan a las siguientes cuestiones: 1) QUÉ cambia: la política, la economía, la sociedad, etc., 2) QUIÉN lo cambia: el pueblo, una vanguardia del pueblo, unos representantes del pueblo, unos autoproclamados representantes del pueblo, unos señores que no se consideran representantes del pueblo pero quieren lo mejor para el pueblo, unos señores que no mencionan al pueblo para nada (todas estas variantes implican una discusión acerca de qué se entiende en cada caso por "pueblo", si la ciudadanía en general o un cierto sector social), 3) CÓMO cambia: súbitamente, violentamente, etc. Y faltaría agregar el asunto más decisivo: por qué cambia: porque algunas personas tomaron una decisión, porque el pueblo asaltó el poder espontáneamente, porque el poder se derrumbó o por una conjunción de estos y otros factores.
El origen astronómico de la palabra profundiza en una dirección del significado: la revolución es un cambio en el modo de ver el mundo, es decir, algo de más alcance que una revuelta, un golpe de estado o la llegada al poder de un grupo particular. Pero, ¿puede un cambio socio político profundo darse de manera súbita? Y, si la estructura cambia de manera gradual, ¿a qué momento del cambio llamamos revolución? Parece que hay una contradicción entre la rapidez del cambio y su estabilidad. La cara visible de la revolución es la sustitución brusca, de la noche a la mañana, de leyes, instituciones y personal político, pero nada significarán estas mutaciones, en tanto revolucionarias, si al cabo de pocos años se restablece la situación original. La contradición parece resolverse en una verdad sencilla: no se pueden cambiar "estructuras" por una mera decisión. La "revolución" rusa, con toda su escenografía de cataclismo universal, sólo dejó edificios feos y alguna revolución satélite, y su "hombre nuevo" perdió la pertenencia comunista pero conservó una antigua religiosidad que se daba por superada. Por otra parte, la revolución industrial, que supuso un cambio duradero de todo el modo de vida occidental, no se caracteriza por un momento de ruptura único, sino por una acumulación de acontecimientos no demasiado espectaculares que colaboran mutuamente generando nuevas "estructuras" realmente sólidas en las formas de producción, en la política, en el derecho, en el arte, etc., dando lugar, de manera irreversible, a un mundo distinto del precedente.
Ese tipo de transformación profunda y estable es la que tiene en mente Marx, el teórico clásico de la revolución. En su obra la revolución no es un acto voluntario, sino un fenómeno histórico. Marx invierte todo su sarcasmo en burlarse del “socialismo utópico” que proyecta sociedades en el aire, desarraigadas de la realidad histórica del capitalismo. Estos intentos utópicos, no importa cuánta energía, dinero y corazón se ponga en realizarlos, no importa cuán justos sean los principios en que se fundan, están destinados a ser disueltos por una dinámica histórica que tiene su propia y “objetiva” razón de ser. Las revoluciones son momentos de cambio histórico al que los hombres son arrastrados. Lo mejor que puede pasarles es que adviertan el sentido de esos cambios y sepan colaborar con ellos y adaptarse. Marx subraya con insistencia la inoportunidad de las consideraciones morales en este asunto; el capitalismo no es bueno ni malo, como tampoco lo es el socialismo: son sólo fases históricas necesarias que no pueden obviarse ni producirse artificialmente. Por ello admira el capitalismo inglés (en el seno del cual se incuba, según él, la revolución) y por ello desdeña a los países de la periferia capitalista, lo que hoy se llama tercer mundo. El primero representa la avanzada de la historia, su fruto más perfecto, destinado inminentemente a sublimarse en socialismo; el segundo, suerte tendrá si es forzado por las potencias coloniales a girar en su órbita. No hay socialismo para el tercer mundo como no hay revolución para los campesinos; el futuro es del proletariado, y el proletariado no es una clase universal abstracta, sino una clase forjada dentro del mundo industrial europeo.
El marxismo es una de las raíces históricas del discurso (no “pensamiento”) de quienes todavía se consideran revolucionarios. Como es obvio, la predicción que es esencial a esta teoría nunca se ha cumplido. Jamás ha habido, ni de lejos, revolución socialista en el primer mundo. A partir de allí lo fundamental queda desmentido: el capitalismo no evoluciona como Marx creía. En consecuencia, el pensamiento político “marxista” posterior, en el siglo veinte, no es más que una casuística para justificar o empapelar ideológicamente movimientos políticos que sólo toman de Marx la idea de ruptura con el orden establecido (aunque no sea capitalista; los rusos intentaron pasar directamente de la Edad Media al comunismo), y un sentimiento colectivista que hereda la categoría sociológica, ya para nosotros bastante fantástica, de proletariado universal y la injerta de oído con otras entelequias que se declaran afines: campesinado, pueblo, cultura indígena, oprimidos del mundo, excluidos, etc. A estas alturas, se comprende perfectamente que los harapos a los que se ha reducido el marxismo sirvan sólo de vestidura retórica para líderes y grupos sociales que están muy lejos de tener una visión coherente de este mundo y sus males, mucho menos de cómo corregirlo o transformarlo en algo mejor, aunque no sea la sociedad sin clases.
El marxismo es una de las raíces históricas del discurso (no “pensamiento”) de quienes todavía se consideran revolucionarios. Como es obvio, la predicción que es esencial a esta teoría nunca se ha cumplido. Jamás ha habido, ni de lejos, revolución socialista en el primer mundo. A partir de allí lo fundamental queda desmentido: el capitalismo no evoluciona como Marx creía. En consecuencia, el pensamiento político “marxista” posterior, en el siglo veinte, no es más que una casuística para justificar o empapelar ideológicamente movimientos políticos que sólo toman de Marx la idea de ruptura con el orden establecido (aunque no sea capitalista; los rusos intentaron pasar directamente de la Edad Media al comunismo), y un sentimiento colectivista que hereda la categoría sociológica, ya para nosotros bastante fantástica, de proletariado universal y la injerta de oído con otras entelequias que se declaran afines: campesinado, pueblo, cultura indígena, oprimidos del mundo, excluidos, etc. A estas alturas, se comprende perfectamente que los harapos a los que se ha reducido el marxismo sirvan sólo de vestidura retórica para líderes y grupos sociales que están muy lejos de tener una visión coherente de este mundo y sus males, mucho menos de cómo corregirlo o transformarlo en algo mejor, aunque no sea la sociedad sin clases.