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Progreso y progresistas

El término "progreso" se presta a confusión por dos causas, una relativa a su significado “natural” (progresar como “mejorar”, evolucionar en sentido positivo en cualquier proceso) y otra relativa a su significado histórico-filosófico (progreso como característica del proceso histórico, es decir, la historia moviéndose inexorablemente en sentido positivo, con independencia de nuestros propósitos particulares). El adjetivo “progresista”, por su parte, se beneficia de la valoración que se adscribe al sustantivo: si el progreso es algo positivo, el progresista estará en lo correcto, y cualquier crítico de sus posiciones estará equivocado, será obtuso, malintencionado, etc. Es bueno tener en cuenta que casi cualquier término del discurso político está distorsionado por toda una tradición de usos interesados, distorsión que se produce de dos modos: difuminando la forma conceptual y dando carga emotiva (positiva o negativa) a la mera palabra (que gana poder de estímulo en la medida en que pierde significado). Una de las tareas de la Filosofía es detectar e intentar aclarar estas perversiones.

Respecto al uso que podemos llamar “natural”, debemos aclarar tres cosas sobre cualquier acción que se presente con pretensión de progresista: 1) Debe justificarse el fin al que apunta el progreso que se persigue: ¿Seguro que queremos ir hacia allí? ¿Estamos todos de acuerdo?; 2) Deben instrumentarse los medios de la acción de manera que sean lícitos y eficaces; 3) Deben preverse las posibles consecuencias indeseadas de la acción progresista. No basta con decir que una política es progresista: hay que presentarla razonablemente justificada a la luz de estos tres aspectos.

En relación con su significado filosófico, la noción de progreso tiene una connotación peligrosa, y ésta es su supuesta objetividad. Si respecto al uso natural planteamos unas reglas científicas o de sentido común para asegurarnos de que la práctica suponga realmente un progreso (por ejemplo, cuando queremos que progrese la salud de un paciente o el desempeño de un alumno), en el uso histórico-filosófico se hace referencia al progreso como un hecho garantizado, y no como una posibilidad que depende de nuestro trabajo, cautela y responsabilidad. Esta noción metafísica, propia de la Ilustración, es el fundamento de la fe marxista y configura también en gran medida los modos de pensar y actuar de la izquierda no marxista. El marxismo entiende que el progreso es inevitable y que, por ejemplo, cualquier reserva moral frente a la crudeza de ciertos actos revolucionarios no es sino una manifestación de la “moral burguesa” que reacciona automáticamente oponiéndose al cambio histórico. La única moral “verdadera” es la del revolucionario, el hombre que acompaña el progreso tratando de acelerarlo y quitarle obstáculos mediante acciones que, aunque algunas sean reprobables desde una perspectiva cristiana o burguesa (mentir, robar, matar), resultan actos de bondad cuando se comprende que sirven para abreviar el tiempo de opresión y sufrimiento de las clases trabajadoras. Algo así como matar a Hitler: es un acto malo en abstracto, pero objetivamente bueno a la vista de sus consecuencias.

De esta manera, es necesario distinguir a aquellas personas que para hacer progresos piensan en la dirección, medios y consecuencias de sus actos (que es como deberían gestionarse los cambios en una democracia racional), de aquellas personas que para hacer progresos sencillamente se integran en la “causa del progreso”, ya sea un partido, un movimiento o una asociación civil. Esta es la clave para entender cómo se desarrolla la banalidad del progresismo: hay que formar parte del grupo y, una vez en él, ya estamos en el lado correcto de la historia, sólo resta ir aprendiendo el lenguaje, las consignas y los rituales de “activismo” (manifestaciones, sentadas, etc.) que nos integrarán al grupo.  Ser críticos, en cambio, es peligroso, porque el grupo ofrece sentido de pertenencia (y probablemente cargos) a cambio de lealtad, y la lealtad se demuestra siguiendo la corriente, acatando las órdenes y exhibiendo todos los signos exteriores exigidos, desde los slogans hasta los tatuajes y peinados. Nótese que la coherencia del marxismo dependía del apego a la teoría, lo que podía generar luchas por la ortodoxia y, en consecuencia, juicios por herejía y destierros a Siberia, pero la coherencia del progresismo no se alcanza por la teoría ni por el pensamiento, que son potencialmente críticos e insumisos, sino por mimetización, adoptando el “rol” que se requiere: indignación frente a los rivales, simpatía gestual con los menos favorecidos (meramente gestual, porque tomarse las cosas en serio, repetimos, es peligroso) y, sobre todo, mucha cara dura cuando se les señalen sus mentiras o errores. El método del progresismo consiste, por tanto, como se ha dicho, en borrar distinciones, de tal manera que cualquier cosa que se diga pueda significar cualquier otra que se quiera interpretar a posteriori, en favor propio o en contra del adversario. Tampoco se necesitan criterios claros para identificar a los grupos sociales o políticos: si está con nosotros (o sea, si adopta las poses y consignas correspondientes), es progresista, pero si nos critica, es un facha. De nuevo, pensar es complicarse la vida política; son mucho mejores la propaganda y las canciones de protesta, pues se trata de que la gente sienta, no de que piense.

El problema, o uno de ellos, es que esta forma de proceder acaba por deteriorar el propio entendimiento de quienes lo practican. Eso explica por qué los partidos de esta tendencia incorporan tanta gente manifiestamente incapaz y por qué sus gobiernos son cada vez más escandalosamente ineficientes.

La racionalidad se basa en la comunicación, la comunicación se basa en la aceptación y el respeto por el otro, y la democracia se define como un proyecto de convivencia que solo puede gestionarse mediante el debate más honesto e inteligente posible. En consecuencia, mientras este progresismo vacío no recupere o encuentre el respeto por la verdad y el diálogo, seguirá llevando a la vida política de los países por un curso de conflicto y decadencia.





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