En cuanto a la naturaleza material o inmaterial del poder, surge aquí un asunto netamente filosófico. ¿En qué consiste la “base material” del poder? Podríamos pensar en el dinero, pero el dinero, lejos de ser algo material, es un símbolo que sólo funciona como beneficio (o perjuicio, si es una deuda o una pena pecuniaria) a través de una muy compleja mediación de normas jurídicas y económicas que hacen que ciertos agentes respondan de acuerdo a cierto rol (el comerciante que entrega un bien a cambio de “efectivo” o de una operación electrónica, el juez que fija una pena en metálico, los policías que aseguran la ejecución de un embargo, etc.)
Lo material no está en los billetes que entregamos ni en el bien que obtenemos por él, pues ambos son extremos de dicha cadena de acuerdos. Dicho en términos de John Searle, el dinero es una institución (véase su libro La construcción de la realidad social). Lo estrictamente material, lo que representa el eslabón físico en el entramado de las relaciones de poder, es la intervención directa sobre el cuerpo del sometido, cuando se le detiene, se le traslada, se le encierra, se le tortura, se le priva de lo necesario o se le mata. Materialmente, el poderoso tiene que poder controlar directa o indirectamente, de alguna manera y en algún momento, el acceso al cuerpo de aquel cuya voluntad se quiere emplear, tiene que poder dirigir la violencia necesaria para forzar esta voluntad. Por suerte, en nuestra vida civilizada los engranajes de la violencia en los que descansa el poder público se mantienen ocultos y, si es posible, en reposo. El monopolio de la violencia legítima lo tiene el Estado, a través de los únicos individuos que pueden ejercerla, los policías (los militares no pueden usar la violencia dentro de su país, salvo estados de excepción), pero ese brazo ejecutor de la ley no siempre tiene que intervenir activamente; para la mayoría de nosotros siempre ha bastado la coacción legal y ni siquiera imaginamos la posibilidad de que nuestra relación con el Estado se torne física.
Pero la violencia existe, más allá de la asepsia de nuestra vida ciudadana. El asaltante a mano armada emplea un recurso (el arma) que le permite intervenir directamente sobre la voluntad que quiere forzar, (a diferencia del estafador, el falsificador, o el político corrupto, que juegan de manera oculta en el nivel de las estructuras “ideales” forjando documentos o haciendo falsas promesas). El arma es "violencia al portador" y establece un cortocircuito en la legalidad al someter a la víctima a una coacción más inmediata para ella de lo que es para el delincuente la coacción de la violencia estatal. Luego la víctima podrá eventualmente movilizar el complejo aparato institucional que, en última instancia, echará mano al delincuente.
Esta exclusión formal de la violencia de las relaciones privadas hace evidente la preeminencia de las formas ideales y psicológicas del poder sobre las "materiales". El estado de derecho se funda sobre la confiscación de la violencia individual, y el grado de civilización de una sociedad se mide por la inconsciencia relativa de sus miembros respecto a los modos físicos de ejercer el poder.