Hay una paradoja básica de la especie humana: somos seres gregarios pero, al mismo tiempo, ese espíritu de grupo o instinto social no excluye una actitud más o menos beligerante con grupos diferentes. Podemos ser cooperativos con los nuestros, pero somos competitivos, indiferentes o agresivos con los demás. La paradoja se produce cuando ponemos en el mismo plano esa abstracción llamada Humanidad con la realidad concreta de una especie fragmentada en pueblos, tribus o naciones que intentan avasallarse mutuamente y que, en consecuencia, viven una historia caracterizada por la guerra y la opresión.
La distinción
entre “Nosotros” y “Ellos” es seguramente una de las operaciones fundamentales
de los grupos primitivos. Esa distinción habrá evolucionado probablemente a partir de una mucho
más básica entre Nosotros y cualquier forma de vida animal no familiar, por
tanto, potencialmente peligrosa. Y los animales que intuimos como más
peligrosos son los que, aun pareciéndose a nosotros, difieren en aspectos
significativos, como el habla o el color. ¿Por qué reconocer como “semejantes”
a esos seres? ¿Qué sentido tendría obviar las diferencias y dar por sentado que
esos extraños son esencialmente iguales a nosotros? Aunque la operación mental
fuera posible en estadios primitivos, sería quizás arriesgado basarse en
ella para proceder pacíficamente y sin tomar precauciones.
En el concepto de progreso nunca se ha tomado en cuenta el atraso que supone la persistencia de esta desconfianza primitiva. Progresa la capacidad de controlar y explotar la naturaleza, más allá de lo que necesitamos, pero seguimos siendo desconfiados y violentos como en la Edad de Piedra, negándole -de manera implícita o explicita- derechos y dignidad (humanidad, en suma) a cualquiera que esté fuera de nuestro ámbito de relaciones normalizadas.
Actitud
muy ingenua y peligrosa para una especie que vive en contacto cada vez más
estrecho en un mundo cada vez más pequeño.