En la conciencia política de los países democráticamente
subdesarrollados prevalece la noción maniquea de que la lucha en torno al
progreso es un enfrentamiento entre héroes de izquierdas y villanos de
derechas. Propongo una interpretación alternativa.
No es difícil entender la diferencia entre lo que
necesitamos para vivir dignamente y lo que necesitamos para vivir, a secas.
Para una vida digna es condición necesaria la existencia puramente biológica.
Usted puede vivir sin saber leer ni escribir, pero no puede vivir sin comer. Es
filosóficamente interesante el hecho de que el valor más elevado esté en
realidad (objetivamente) subordinado al valor inferior. En política esto se
manifiesta en un aspecto importante: la estabilidad del orden socio-político es
más fundamental que los valores de la vida digna (clásicamente: igualdad,
libertad y justicia).
Sobre la base de lo anterior podemos razonar del siguiente
modo.
1) Una sociedad no puede existir sin orden, pero puede
existir (y así ha sido tristemente durante la mayor parte de la historia
humana) sin justicia o sin igualdad.
2) Las formas de ordenar y gobernar una sociedad son muy
diversas, y pueden dejar más o menos sitio al desarrollo de aquellos valores,
siendo la democracia el sistema ideal, ya que no sólo los tolera sino que los
promueve.
3) Ahora bien, la democracia es comparativamente un orden
débil, por lo cual las pugnas políticas en torno al progreso de la dignidad
pueden poner en riesgo ese orden.
4) Si el orden es afectado gravemente, el principio de
supremacía indicado determinará que su restablecimiento se convierta en
prioridad por encima de cualquier otra cosa, postergando o lesionando
seriamente aquellos ideales.
En la historia son muchos los casos en los que un periodo
más o menos democrático se desestabiliza a causa de una actividad política que
atiende al progreso ignorando el orden, negligencia que termina desembocando en
algún tipo de autocracia (la 2ª República española o el Chile de Allende son
buenos ejemplos). Es aleccionador el hecho de que en ambas situaciones hubiera
personas que habiendo simpatizado con las corrientes de cambio terminaron por aceptar
la dictadura. Para ellos, la inseguridad extrema fue menos tolerable que la
pérdida de libertades.
Por todo lo anterior, se hace obvio lo siguiente: las políticas de progreso social gestionadas de manera irresponsable
alimentan la necesidad de orden y, en consecuencia, acaban por debilitar
los valores que intentan promover.
De manera esquemática, el drama político de las democracias
subdesarrolladas puede describirse como sigue. Las izquierdas serias (v.g.,
algunas socialdemocracias) consiguen impulsar el progreso sin desatender la
estabilidad; dicho de otro modo, aventajan a la derecha al defender tanto el
valor básico (el orden) como los valores superiores (libertad, igualdad,
justicia). La derecha, por su parte, ofrece orden y se limita a abogar por la
parte conservadora en los debates sobre el progreso social. Las izquierdas
infantiles, por su parte, enardecen el debate y lesionan el orden sin obtener ningún
logro positivo (salvo, en el caso de la izquierda revolucionaria, la quiebra
del “sistema”), con lo cual dejan la puerta abierta no simplemente a la
derecha, sino a la derecha más extrema.
Por lo tanto, es muy estúpido alegrarse ante una gran crisis
política sólo porque se piensa que desaparecerán los malos. Porque lo que puede
ocurrir es que “los malos” salgan de ella fortalecidos y que lo que desaparezca
sean derechos y libertades que creíamos aseguradas.