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Texto y contexto en Q. Skinner

Para aclarar el problema de la comprensión del texto, Skinner propone la crítica de dos posiciones extremas respecto al papel que juegan en dicha comprensión los factores externos a la obra considerada. En uno de esos extremos se encuentra la opinión de que el texto se basta a sí mismo como portador de todo lo que el lector necesita saber para acceder a lo que el autor intenta decir; en el otro, el texto, en tanto no contemporáneo, se considera constitutivamente insuficiente y se exige entonces la vinculación de éste con ciertos aspectos contextuales que ayuden a reconstruir su sentido. La argumentación de Skinner rechaza ambos pareceres y se orienta por la idea de que el texto es ante todo un acto determinado por las intenciones de quien lo produce, y son estas últimas las que deben investigarse, antes que los motivos o circunstancias externas que sólo explican el texto como su resultado o efecto.
La intención, que no se encuentra necesariamente explícita en el texto, tampoco es, en la acepción aquí tratada, algo externo, como lo serían los objetivos ulteriores que eventualmente pueda perseguir un escritor (influir moral o políticamente en su lector, por ejemplo), sino más bien el tipo de acto que se ejecuta en el texto: se informa, se ironiza, se bromea, etc. Lo principal de la teoría corresponde a la distinción de Austin entre acto ilocucionario (lo que aquí llamamos la intención en lo que se dice) y acto perlocucionario (los efectos de lo que se dice).
Ahora bien, si, puestos ante el texto y a modo de disposición preliminar consideramos necesario captar la intencionalidad del autor, es decir, saber qué está haciendo con el texto, no lo será menos reflexionar primero acerca de qué estamos haciendo nosotros con él, esto es, acerca de nuestras intenciones en la lectura del mismo.


I

No leemos, en principio, del mismo modo los diferentes tipos de literatura (la filosofía, la historia, la novela, la poesía, la teoría científica) ni tenemos por qué atenernos, frente a cualquiera de estas categorías, a su “modo específico” de lectura. Podemos leer la historia desde un punto de vista filosófico, la poesía en clave lingüística o la ciencia en perspectiva historicista. De este modo, el tipo de texto y la intención con que lo abordamos determinarán el acto de nuestra lectura y las precauciones y métodos que éste requiera. Pero hay que destacar el lugar de privilegio que tiene lo que acabamos de llamar “la lectura específica”, pues es la que, anticipada por el escritor, anticipa la forma de su mensaje. El libro de filosofía fue escrito para la lectura filosófica tal como el poema no espera ser leído por un lingüista. El autor presupone un tipo de lector y esto condiciona sin duda su escritura, sus recursos, sus innovaciones, lo que siente que debe ser aclarado, lo que piensa que debe omitirse porque su lector lo sobreentiende, etc. La metáfora que es precisa por sus virtudes ilustrativas en un ensayo, será banal, infantil o poco sugerente a los ojos de un poeta.
Por lo tanto, si los esfuerzos del autor para comunicarse tienen algún valor, debemos aceptar que es él quien establece las reglas de juego. Y la primera de ellas, tácita, es la de que el texto se dirige a “su” lector, lo cual presupone en este lector dos cosas: comunidad de intereses espirituales (el poeta le habla al poeta, el físico al físico) y contemporaneidad.

Así, este acto de dirigirse el autor a su lector coloca al historicismo en segundo plano. El autor piensa en su receptor como en alguien que puede ser su interlocutor en virtud de un universo común de discurso. Nadie escribe para la posteridad, en todo caso no para una posteridad que no pueda comprenderlo en los términos en que se expresa y que necesite “salir” del escrito para lograrlo. Ningún autor que aspire a transmitir sus ideas escribirá menos de lo que cree suficiente para ser comprendido por ese lector ideal. Para la lectura “contemporánea” que el autor espera, lo histórico es accidental, ruido que se introduce en una comunicación que se ha planteado en términos de perfecta posibilidad. El teórico, muy en particular, es movido por una vocación de “hacerse entender” que le llevan a multiplicar procedimientos que eviten la oscuridad, aún a costa del estilo: sistematización del texto, repeticiones, definiciones, referencias, ejemplos, etc.

Claro está que la forma actual que consideramos esencial al texto no detiene el proceso de transformaciones al que están sujetos los significados y las ideas. La distancia entre autor y lector se abre por dos clases de factores: 1) cambios de significado y, 2) diferencias de información. En el primer caso, suele suceder que tanto la connotación como la denotación de un concepto varíen entre épocas y culturas de tal modo que se haga necesario investigar, fuera del texto, los matices de su intensión (con 's') en el uso que hace el autor, o comparar las características de los objetos a los que éste se refiere o parece referirse con las de los objetos a los que nosotros nos referiríamos en nuestro propio uso del concepto. Obsérvese que se trata de tropiezos estrictamente lógicos que, aunque nos obliguen a acudir a información histórica, sólo es para tomar de ella lo que hace falta y volver al plano del discurso que leemos a reparar convenientemente sus sentido. El vicio más grave que Skinner atribuye a la posición textualista -que consiste en hacer caso omiso de las diferencias conceptuales- no es esencial a ella y es en principio corregible.

En cuanto al segundo tipo de factor, el relativo a las diferencias de información, es éste el que puede romper el plano de lectura contemporánea convirtiendo al texto en teóricamente obsoleto, dejando sólo su valor como evidencia histórica de las vigencias o de las transformaciones ideológicas de su momento. Esto sucede cuando el texto se ha construido a partir de datos que el lector (o el universo discursivo del lector) considera falsos. Esto es particularmente obvio en el caso de las teorías científicas -donde la metodología y los conceptos actuales hacen imposible una traducción provechosa de lo que el autor “quería decir” en términos de lo que nosotros “sabemos”- y en el de la historia, donde sencillamente pasamos por alto los testimonios inciertos (independientemente, otra vez, de las consideraciones historicistas que hagamos sobre dicho material, sobre los motivos del cronista para falsear los hechos, sobre la mitomanía de su cultura, etc.)

El enfoque propiamente histórico tiene que ver con el lugar cultural del texto, con las transformaciones que en esa cultura se operan y con el modo en que el texto las refleja. Se considera al texto como portador de historia, ya como clásico representativo de su época, ya como indicador de ciertas desviaciones que anuncian novedades ideológicas. Ocurre aproximadamente lo inverso de lo que ocurre con la lectura teórica “intemporal”: mientras que ésta pone la historia al servicio del texto, el historicismo utiliza el texto para componer la imagen histórica de cierta evolución. Puesto que lo que interesa es sobre todo la diferencia (sin la cual, obviamente, no se percibe el movimiento histórico), tanto da si esa diferencia comporta una ruptura lógica entre el texto y su posteridad o si puede verse como “evolución” dentro de un determinado marco discursivo que se ha mantenido vigente. Tanto da si la teoría del flogisto o la de la generación espontánea son falsas y no admiten una lectura “contemporánea”; los textos que las expresan sirven de todas maneras como testimonio de la dinámica ideológica. Para la reflexión historicista los textos son ellos mismos los objetos de la teoría, y no sus vehículos.
La historia de las ideas, además de determinar la ilación de una sucesión puramente textual, muestra la influencia mutua entre el texto y su ambiente cultural, desde la relación con las producciones teóricas afines hasta la que existe con los supuestos “estructurales” tenidos por relevantes: economía, sociología, política, religión, etc. Esto borra, para el historiador de las ideas, las fronteras entre los diferentes modos de expresión, entre la forma filosófica y la literaria, entre el discurso culto y el popular, entre la teoría y la acción.

Refiriéndonos a la filosofía, quiero indicar dos razones por las cuales creo que el texto filosófico tiende a escapar a la supuesta necesidad de contextualización.
Por una parte, la filosofía acusa de manera singular, como apuntáramos, la vocación comunicativa, la exigencia de precisión y el temor a los equívocos, toda vez que su texto no se limita a aludir a objetos familiares -lo que sólo requiere mencionarlos con términos usuales para poner al lector en posición de comprensión- sino que explora justamente los casos más problemáticos de la significación. El clásico “ir más allá de la doxa” no es, puesto en prosa, más que examinar el vínculo entre el lenguaje y las cosas establecido por la práctica y la costumbre buscando una mayor estabilidad del concepto que se emplea. La abstracción filosófica se ocupa tanto de dar a un concepto en uso una definición más precisa como de generar nuevos conceptos para designar “objetos” que no habían sido considerados previamente desde ese enfoque o bajo esa pauta de relación. Lo que importa destacar es el alejamiento de los usos lingüísticos corrientes en los que, al no haber conciencia de las reglas de aplicación, hay menos posibilidad de advertir  las transformaciones históricas del significado (que son en realidad siempre transformaciones de uso). Esto hace que, en buena medida, en filosofía sea viable un contacto teórico a través de los siglos que no exige la apelación al contexto para su comprensión.

El segundo argumento parte de un hecho. Los filósofos, como lectores “naturales” o “específicos” de filosofía se han leído tradicionalmente de manera teórica y sin precauciones “contextualistas”. Si el contexto es condición necesaria de la comprensión, entonces la tradición filosófica es un culto al malentendido. Una de las tareas del contextualizador sería, además de producir las lecturas canónicas que realmente comprenden el texto, la revelación de las interpretaciones erróneas que los filósofos han hecho de sus antecesores a causa de su lectura contextualmente ingenua. En verdad, no creemos ni que los clásicos hayan debido esperar hasta el historicismo para ser revelados, ni tampoco que las interpretaciones inexactas sean algo raro en el ejercicio filosófico. Lo que pensamos y queremos proponer brevemente es que la comprensión del texto se da justamente a partir de la mala interpretación, que funge como fase intermedia necesaria en la aproximación al texto.
El que lee filosofía puede aspirar  tres cualidades de comprensión: 1) comprende lo que el autor dijo, 2) cree haber comprendido lo que el autor dijo (es decir, comprende “algo” y lo atribuye al autor) y, 3) no comprende. El caso (1) corresponde a un límite ideal de comprensión; alcanzar el texto como noúmeno, digamos. El caso (3) es en rigor una no-lectura, nada distinto a no haber abierto el libro. El único caso de lectura real es el que corresponde a (2). El grado de seguridad que tengamos respecto a la atribución del texto es algo independiente del hecho filosóficamente trascendente de haber comprendido algo, esto es, de haber adquirido una noción teórica o haber aclarado un concepto. Más precisamente: lo leído ha encontrado su lugar lógico en nuestro propio universo discursivo enriqueciéndolo, aún en el caso de que aquello no fuera lo que el autor tenía en mente. Es claro que un sano escepticismo en la atribución tiene la ventaja de hacernos asumir lo leído como una hipótesis y, por tanto, nos dejará abiertos a la posibilidad de tomar en cuenta nuevas lecturas. Pero, para el filósofo, el valor de la lectura de su disciplina está en esa modificación del tejido de la propia filosofía a partir de algo que proviene del autor como un mero estímulo.

La filosofía es, en parte, una tradición lectora. Y esa lectura, por hacerse desde las exigencias de la teoría nos lleva simultáneamente, a través de sucesivas fases de interpretación, a la progresiva determinación del texto original y a la evolución de nuestro propio pensamiento.


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