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Sobre el uso hispanoamericano de la palabra "pueblo"

¿Qué significa entre nosotros la palabra “pueblo”? Aparte de la referencia a centros habitados de cierta extensión, su muy frecuente uso en el discurso cotidiano no parece apoyarse en una definición generalmente aceptada por la comunidad lingüística que la emplea ni es seguro que a nivel individual se encuentren ideas claras asociadas a ella. Claro que sólo muy pocas palabras cuentan con una definición precisa, y muchas menos son usadas respetando esa definición; ello sólo ocurre en ámbitos lingüísticos como la ciencia o el derecho en los que la claridad de la referencia es crítica y no pueden permitirse malentendidos. En política, por desgracia, la claridad no es exactamente un ideal; y esto puede ser peligroso cuando el discurso genera simultáneamente emotividad e incomunicación precisamente en el espacio desde el que se pretende ordenar la vida de una sociedad.

En primer lugar, veamos a qué se alude. “Pueblo” trata de un grupo social, de modo que debería haber forma de decidir cuándo un individuo pertenece al mismo y cuándo no. Aunque los criterios sean corredizos, pareciera que hay algunos rasgos asociados al uso de la palabra en los países de habla hispana: el pueblo es más bien pobre, su educación es limitada, su hábitat es entre modesto y precario, etc. No es el tipo de cosas en que se piensa cuando se habla de "clase media", por ejemplo. Claro que también se puede denotar como parte del pueblo a personas prósperas, o instruidas, o que tienen viviendas dignas, o tienen trabajo. Pero no si gozan de todas estas ventajas al mismo tiempo. El que supera las carencias deja de ser pueblo. Aquí lo normal debe ser excepcional, de modo que la esencia del pueblo es un no-ser y, a la inversa, todo rasgo positivo un indicio de que se es otra cosa.

En segundo lugar, es notoria la aberración de que sobre esta endeble o inexistente base descriptiva pesa una inmensa carga valorativa. El pueblo se supone digno de una admiración y respeto especiales que no exigen mayor mérito, basta con pertenecer a él. Y para pertenecer a él sólo se necesita mostrar en medida apreciable algunas carencias. La consecuencia inmediata de ello es una malsana tendencia a impostar la miseria para aprovechar los beneficios que pueden resultar de ello en un medio político más o menos demagógico. Se convierten en mérito la miseria y la pasividad (el no ser sujeto) y la apelación a la misericordia en recurso ante un poder al que no se pide justicia sino favores. El efecto es doblemente perverso al hacer desaparecer la responsabilidad de ambas partes: el pueblo se establece en su situación dramática ante el poder y éste se limita a distribuir beneficios de manera discrecional. Las nociones de derecho y deber no acostumbran a ser, en las transacciones de estos actores, ni explícitas ni conscientes.

Un tercer punto, derivado de lo anterior, tiene que ver con una connotación típica del vocablo en nuestro medio. Si pensamos en el “Volk” alemán o el “people” norteamericano y los comparamos con nuestra versión, advertimos que mientras aquellos designan a todo el conjunto nacional (por lo cual son esenciales a todo discurso nacionalista), nuestro uso de “pueblo” se restringe a un sector de dicho conjunto, lo que genera como contrapartida lógica un no-pueblo, que tiende a verse como enfrentado al anterior (un anti-pueblo entonces) y privado de sus valores. Con esto, la virtud funcional cohesiva (quizás la única posible)  que tendría el  término en esta idea del pueblo-nación, se pierde al manipularlo en sentido clasista, promoviendo el conflicto social sin aportar una distinción sociológica útil.

A grandes rasgos, este engendro pseudoconceptual tiene un triple origen. Por un lado, proviene de un ideal romántico que encuentra en el pueblo la esencia de lo nacional (ideal que es uno de los pilares del fascismo); por otro, de la exaltación del sufrimiento y la miseria que de diversas maneras y por diversos vehículos –la ética cristiana entre ellos- forma parte de nuestra cultura; y, finalmente, de un marxismo del que sólo se toma en cuenta la tensión de clases, asimilando “pueblo” a “proletariado” y descartando todo lo demás. En Latinoamérica este marxismo se incorpora como aparato retórico (no teórico, dados los abusos y desfiguraciones a los que ha sido sometido) a una tradición en la que, a partir de la independencia, ya se oponía lo nacional-popular a las novedades extranjerizantes importadas por las clases cultas política y económicamente influyentes.

El pueblo no es un concepto sino una proyección de nuestras demagogias tal como, por ejemplo, la “raza aria” fue una proyección de los nazis. “Proyección”, pero no “proyecto”. Porque, con más o menos cinismo, el demagogo siempre nos propone un disfraz y nos promete recompensas si nos lo ponemos y actuamos para él. La oferta no es tonta ni es poca cosa pues no nos ofrece un proyecto futuro sino un ser actual. ¿De qué sirven los proyectos, que siempre empiezan con un diagnóstico que determina lo que no somos y nos fijan una meta distante de logro incierto, con lo cual se combinan la frustración y el esfuerzo? Es mejor una investidura colectiva definitiva que no nos exige nada y que nada puede menoscabar; pues nunca se deja de ser pueblo como no se deja de ser alemán o blanco protestante, y las virtudes imperecederas de estas entidades se atribuyen a sus miembros automáticamente con sólo mostrar los símbolos adecuados. La demagogia es ese doble juego de seducción entre el líder y la masa que depende crucialmente de que ninguno de los dos intente salir de la ficción en la que obtienen prestigio. Que no obtendrían, ciertamente, en el marco de la mera racionalidad democrática, que hace del líder un simple funcionario y del pueblo una diversidad rica y compleja de individuos responsables.



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